Orquesta Filarmónica de Múnich
Sergiu Celibidache, director
Junto a la Cuarta, también conocida
como Romántica, la Séptima Sinfonía
de Anton Bruckner (1824-1896) es la obra más interpretada del músico de Ansfelden. Su
estreno se produjo en la Gewandhaus de Leipzig, el 30 de diciembre de 1884, con
Arthur Nikisch en el podio. Los fondos recaudados en el concierto se destinaron
a sufragar un monumento en memoria de Richard Wagner, fallecido el año anterior
mientras Bruckner se hallaba inmerso en la creación de su Sinfonía.
En 1881 Bruckner disfrutaba de
un relajado optimismo y de un ánimo sereno. La composición de la obra se inicia
entre agosto y septiembre, durante las vacaciones en el monasterio de San
Florián. El propio Bruckner dejó constancia de la relación entre sus últimas
conversaciones con Wagner y la gestación de su obra:
“El
año 1882, ya enfermo, me dijo el Maestro cogiéndome la mano: no se preocupe,
que yo mismo dirigiré su sinfonía”.
Pero nada salió de todo ello,
pues el 13 de febrero de 1883, con la muerte de Wagner, aquel hermoso proyecto
se disipó.
Mientras componía, los
pensamientos de Bruckner volaban frecuentemente hasta Bayreuth. Más tarde
explicaría:
“En
cierta ocasión llegué a casa inmensamente triste. Se me figuraba que sin el
Maestro no me sería posible seguir viviendo. Entonces se me apareció
repentinamente el tema del Adagio en
Do sostenido menor... Verdaderamente escribí el Adagio pensando en la muerte de aquel ser único y excepcional”.
La Séptima Sinfonía discurre
por un camino formal perfectamente definido. Lo que no impide que se continúe
debatiendo sobre cómo clasificar los grupos temáticos de cada uno de sus
movimientos o si determinado pasaje es ya re-exposición o forma parte todavía
del desarrollo. Desde la perspectiva del oyente, estos detalles no son de mayor
relevancia. Lo esencial es que cada tema que se escucha en un momento dado, sea
cual sea su función estructural, suena con una claridad y una energía
irresistibles.
Los cuatro movimientos
responden con disciplinada obediencia al esquema de la sinfonía clásica
vienesa. Se trata de cuatro piezas descomunales, tanto en duración como en
profundidad expresiva. El casi perfecto equilibrio de la obra se alía con la
música de factura más avanzada. Bruckner transporta a la audiencia a un universo
sublime con sus prolongadas melodías, densas, envolventes, fluidas, plásticas. Asombra
con la sencillez y la solidez de las estructuras y cautiva con la brillantez y
espesura de las sonoridades.
Como es frecuente en el autor,
el Scherzo destaca por su carácter
rítmico y se observa una extática contundencia en las codas. Pero el núcleo
formal y expresivo de la obra es el segundo movimiento, el Adagio en Do sostenido menor, tonalidad relativa a la titular, que
comienza con el homenaje instrumental al Maestro recién fallecido. Sus cuatro
primeros compases están encomendados a un cuarteto de tubas wagnerianas,
instrumentos a medio camino entre la trompa y la tuba que Richard Wagner
diseñara y empleara con profusión. Esta es su primera aparición en la música de
Bruckner, quien se refería así a este movimiento:
“El
día 11 (de marzo de 1885) yo y mis amigos de Viena asistimos a la
representación de La Walkyria en
Múnich. Maravillosa, como no había asistido a otra desde 1876. Y cuando el
público se hubo ido, Levi hizo ejecutar a petición mía y en recuerdo del
divino, del inmortal Maestro, por tres veces, el canto fúnebre del segundo
movimiento de mi Séptima Sinfonía a las trompas y a las tubas. Nuestros ojos se
llenaron de lágrimas. Me es imposible describir la emoción que nos embargó en
aquel teatro con las luces apagadas. ¡Requiescat
in pace! (Carta de Bruckner a Hans von Wolzogen, 18-3-1885).
Hermann Levy, el director de
“Parsifal” en Bayreuth y a la sazón Generalmusikdirektor
en Múnich, a quien Bruckner había enviado su sinfonía, escribió al compositor
el 30 de abril de 1884:
“A
todos los músicos que acuden a mí les hago oír el Adagio y, aun con las limitaciones de una versión al piano, observo
en cada uno de ellos el asombro y el entusiasmo que yo mismo sentí al conocer
por primera vez su música. Mientras llega el día del estreno, me ocupo de que
media ciudad sepa quién es y qué cosas es capaz de hacer el señor Bruckner...”
Al escribir sus obras Bruckner
se servía de letras en lugar de números en la distribución de las divisiones de
la partitura. Y así, al llegar a la “W” hace modular a la orquesta en fortissimo a un luminoso Do mayor, que
gradualmente va extinguiéndose en un encantador pianissimo. Muerte y transfiguración, no sin cierta analogía con la
sección central de la Marcia Funebre
de la Eroica beethoveniana, o la
música con la que Wagner describe la muerte de Sigfrido en su Tetralogía.
Es frecuente la polémica sobre
si procede o no la presencia de la percusión en el momento culminante del Adagio. La sinfonía entera discurre sin
más percusión que los timbales, pero en algunas ediciones se incluye en su gran
clímax un trémolo del triángulo y un choque de platillos que no figuran en la
partitura original, pero que al parecer el compositor trató de añadir posteriormente,
por consejo de Nikisch, aunque nunca ha quedado clara la verdadera voluntad de
Bruckner acerca de ello. El citado compás está escrito sobre un papel adosado a
la página correspondiente con la mención de “no vale”, indicativo de sus muchas
dudas al respecto.
Bruckner llegó a componer
nueve sinfonías, pero la última quedaría inacabada, con sólo tres movimientos. Con
él la forma sinfónica llega a una de sus más altas cotas aunque, hasta alcanzar
el éxito definitivo que supuso el estreno de la Séptima, le fue muy penoso
abrirse paso. En sus obras Bruckner recoge las conquistas armónicas e
instrumentales de su admirado Wagner y también de Schubert, manejando con
frecuencia pasajes de un cromatismo audaz, si bien existen otros que se
asientan en un diatonismo claro, de colores firmes y severos.
En Bruckner la composición de
la orquesta se amplía progresivamente hasta alcanzar dimensiones wagnerianas,
pero sin recurrir a la amalgama de timbres típica del compositor de Leipzig y,
en consecuencia, con una sonoridad distinta. Además, el procedimiento utilizado
para el desarrollo del discurso musical tiene poco que ver con el principio de
variación continua manejado por Wagner. Los aspectos formales y estructurales
de las sinfonías de Bruckner tienen más en común con la obra de Schubert, a lo
que añaden ciertos detalles de originalidad, por ejemplo, en la Séptima,
mediante el uso de un tercer grupo temático en su primer movimiento. Ello
provoca una dilatación formal que afecta de igual modo a los restantes con el
fin de equilibrar la obra.
La Séptima Sinfonía es uno de los logros musicales más sublimes que se conocen en el mundo de lo sinfónico, tanto por su genial orquestación como por la nobleza y la monumentalidad de sus temas. La grandeza de la obra maestra de Bruckner parece sugerir la imagen de una catedral gótica y ese Adagio tan religioso es casi un milagro musical.
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