viernes, 8 de noviembre de 2013

Piotr I. Chaikovski: Andante cantabile del Cuarteto de cuerda nº 1 en re mayor, op. 11

Cuarteto Borodin

La música de Chaikovski, a pesar de ser reflejo espontáneo de su propio yo, casi siempre dolorido y atormentado, es inequívocamente rusa. Así lo supo ver Stravinski, uno de sus más ilustres admiradores, cuando escribió a Diaghilev:
La música de Tchaikovsky no suena como específicamente rusa para todos. Pero en el fondo es con frecuencia más rusa que esa música a la que se ha colgado desde hace tiempo la etiqueta de pintoresquismo moscovita.
El propio Piotr Ilyitch puso de relieve esa clave de su personalidad humana y artística al escribir:
Un simple paisaje ruso, un paseo, la tarde, en verano, a través del campo, el bosque o la estepa, me emocionan tanto que me tumbo inclusoal sol, invadido por un sordo entumecimiento, por un inmenso espíritu de amor por la naturaleza, turbado por la atmósfera excitante que me rodea, venida del bosque, de la estepa, del riachuelo, del pueblecito lejano, de la húmeda iglesia campesina, en resumen, de todo aquello que forma el pobre decorado de mi Rusia natal... Soy un apasionado devoto de toda expresión del espíritu ruso porque soy ruso de los pies a la cabeza.
De todas formas, para el poderoso grupito (Balakirev, Cui, Borodin, Mussorgsky y Rimski-Kórsakoff), Chaikovski representaba el espíritu europeo en la música rusa, pues había renegado públicamente del exótico orientalismo que impregnaba las creaciones de los cinco de San Petersburgo. Y es verdad que el músico de Votkinsk era otra cosa. Su mórbida melancolía, la languidez enfermiza de su estilo, hacían de él un mundo aparte, crepuscular y decadente como tantas manifestaciones artísticas finiseculares.
Si excluimos el Cuarteto en Si bemol mayor, comenzado en plena juventud, y del que sólo llegó a componer el primer movimiento, Chaikovski nos ha dejado tres cuartetos de cuerda completos, escritos en la breve etapa que va desde 1871 a 1876. Parece que un músico con esa tendencia a la confesión íntima y con el extraordinario oficio que le distinguió desde sus comienzos, debería haber brillado de modo particular en la música de cámara. Pero no fue así, y no porque los cuartetos o las restantes obras de cámara carezcan de interés, o les falte la perfección técnica y estilística desplegadas por él en otros géneros. Sus debilidades provienen de su formalismo, de aquel temor del inexperto a no cumplir con las tradicionales exigencias del cuarteto de cuerdas. Un género difícil porque en él apenas cabe la cómoda retórica de cierto sinfonismo, lo cual no significa, ni mucho menos, que no haya en los cuartetos de Chaikovski páginas de honda belleza o fascinante inventiva. Negar el genio creador al músico ruso es instalarse en un axioma sin consistencia.
El día en que el Cuarteto en re mayor, Op. 11, se presentó en Moscú, hizo su aparición en la sala el gran escritor Ivan Turgueniev y la popularidad del novelista predispuso al público favorablemente hacia el joven autor. El éxito fue muy grande y gracias al segundo movimiento, pronto sería famoso Chaikovski en Rusia y fuera de ella. El citado segundo tiempo, andante cantabile, es el que ha dado fama al Cuarteto en Re mayor por todo el mundo. El propio Chaikovski hizo un arreglo años más tarde (1886) para orquesta de cuerdas y violonchelo solista, que se toca con frecuencia. Se inicia el movimiento con una melodía popular ucraniana que Piotr Ílich escuchó en la finca de su hermana Alejandra (Sacha) Davidova, en Kamenka: Vania se sentó bebido; como había bebido creyó que estaba enamorado...

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