Elena Obratzova, mezzosoprano
Plácido Domingo, tenor
Orquesta Filarmónica de Viena
Carlos Kleiber, director
La Opéra Comique le había encargado a Georges Bizet una
ópera en cuya colaboración se había propuesto a los libretistas Henri Milhac y
Ludovic Halévy, la firma conjunta más afamada de París en lo que a libretos se
refería. Si se quiere hacer, en realidad, honor a la verdad, era Bizet el que
colaboraba con los libretistas, que lo sobrepasaban con creces en fama y
renombre. La especialidad de la dupla era la opereta clásica, género donde su
firma era sinónimo de éxito asegurado.
Se definió como texto base Carmen, la novela de Prosper Merimée. Se cree que, en un principio,
la propuesta realizada a Bizet sería para componer una obra de corte
humorístico, como lo demuestra su correspondencia de la época. Sin embargo,
habrá que asumir que desde el momento mismo de la elección de la fuente
literaria esto quedó definitivamente en el olvido y que la ópera bufa pasó
rápidamente al ámbito del drama lírico (la denominación de “ópera realista” no
se forjaría hasta tiempo después).
La obra de Merimée, escrita en primera persona, habla de la
supuesta confesión que le hiciera un ex soldado condenado a muerte al autor la
víspera de su ejecución. Oriundo de las altas tierras de Navarra, el militar,
de nombre José Lizarrabengoa, había pertenecido a una familia acomodada y, en
virtud de su profesión, se había trasladado a Andalucía, donde fue destinado.
Su escasa experiencia, sobre todo en temas de faldas, lo había envuelto en un
acto de insubordinación al dejar escapar a una gitana arrestada por un hecho
menor. A partir de ese momento todo se precipitó en su vida, pasando a ser, de
un garante de la ley, a ladrón, contrabandista y asesino de su amante, cargo
por el que ahora enfrentaba este terrible destino.
No se sabe a ciencia cierta el origen del relato, pero se
especula acerca de la posibilidad de que sea verídico. Así lo da a entender el
propio autor, que asegura haberse encontrado con Don José (el “Don” indica que
el personaje en cuestión pertenecía a la pequeña nobleza de su tierra natal) en
una serie de ocasiones anteriores a la noche de la confesión final. Se sabe,
sí, que Merimée tomó contacto con la historia por primera vez de boca de la
condesa María Manuela de Montijo, de cuyas hijas fuera maestro de francés
durante su estadía en España, promediando la década de 1830. Eugenia de
Montijo, una de sus pupilas, llegaría a convertirse en la esposa de Napoleón
III y, por ende, en emperatriz de Francia.
Ciertamente, el texto de Merimée no trata muy amablemente a
las mujeres en general y menos al personaje de Carmen, a quien describe como
bruja, ladrona y prostituta. Sin embargo, dedica grandes párrafos a describir
su exótica belleza, razón más que suficiente para embrujar completamente a
cualquier hombre y explicación lógica de la completa pérdida del juicio sufrida
por Don José, que fue sometido a cambio de migajas de amor a total servidumbre.
Comprenderá el lector que la temática del texto, que se basa
fundamentalmente en la violencia y el erotismo, era bastante poco ortodoxo para
la época. Sin embargo, se justifica el atractivo que generó en los productores
de la obra poner sobre la escena un drama de tal intensidad, condimentado por
el elemento español, fuente de exotismo y de todo tipo de fantasías por parte
del público del resto de Europa (recuérdese el “Aria del catálogo” de Don
Giovanni).
Meilhac y Halévy tenían una opinión muy distinta del
personaje central que proponían para su libreto. Las características
superficiales de Carmen no habían cambiado grandemente (seguía siendo una
gitana extremadamente atractiva que embrujaba y enamoraba a cuanto hombre se le
presentara), aun cuando los libretistas le concedieron una serie de dotes
impensadas para Merimée. Lo anterior, pues Carmen, la de la ópera, es
inteligente, audaz y, por sobre todo, muy fiel a sus principios, criticables
muchos de ellos, pero completamente indispensables para ella. Una enorme
cantidad de matices pueden encontrársele a la gitana según la interpretación
que se realice, según el carácter de la cantante que la personifique. Ese hecho
genera desde hace ya más de ciento treinta años un tremendo atractivo a una
gran cantidad de mezzos, sopranos y contraltos (el papel es abordable, con
mínimas alteraciones, por las tres voces femeninas), desde primerizas a
veteranas, esbeltas y no tanto, altas, pequeñas, latinas y arias, que desean
sentir en carne propia el encanto hipnótico de personificarla.
Bizet creó, en torno a este carácter tan estremecedor, una
de las obras más violentas y, a la vez, más bellas de toda la historia de la
ópera, que conoce de admiradores y seguidores incondicionales en todos los
rincones del mundo. Lo interesante del caso es que, combinando de manera
magistral los elementos con los que todo músico contaba en su tiempo, y con
algo de mentalidad empresarial, el compositor escribió la que pareciera ser una
ópera absolutamente revolucionaria para la época pero que, ciertamente, en el
aspecto técnico al menos, dista grandemente de serlo. Quizás el único pecado de
Bizet fue escribir una partitura tan seductora y el de Carmen, el haberse vuelto tan famosa. A pesar de ello, la partitura
sigue generando especial entusiasmo, no solamente entre el público que acude a
apreciarla en masa, sino también entre los músicos que deben interpretarla.
Carmen se estrenó en la Opéra-Comique de París el 3 de marzo de 1875, pero fue criticada por la mayoría de la prensa. Estuvo a punto de ser retirada después de su cuarta o quinta representación, lo que finalmente se evitó. Al cabo, la ópera llegó a las 48 representaciones en su primera temporada, lo que hizo poco para incrementar los decaídos ingresos de la Opéra-Comique. Cerca del final de su temporada, el teatro regalaba entradas para aumentar la audiencia. Bizet murió de un ataque al corazón el 3 de junio de 1875, a los 36 años de edad, sin llegar a saber nunca cuán popular iba a ser Carmen. En octubre de 1875 la ópera fue producida en Viena, con éxito de público y crítica, lo que marcó el inicio de su popularidad mundial. No se representó de nuevo en la Opéra-Comique hasta 1883.
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