Orquesta del Teatro Real
Gianluigi Gelmetti, director
Rossini fue
desde principios del XIX el amo de la música lírica europea. Todos los
compositores de la época, incluidos aquellos que trabajaban de forma
prioritaria otros géneros ―el sinfónico, el camerístico, el liederístico o el
religioso―
querían ser Rossini, querían triunfar como él en la escena.
Sus óperas eran
devoradas en todos los teatros. Y lo fueron durante años y años, incluso mucho
después de que, aún en vida, el músico hubiera decidido retirarse, años después
de su Guillaume Tell de 1829. Y hoy,
por supuesto, el público vibra todavía con los crescendi, los accellerandi,
las strette de sus obras más
representativas; entre ellas, naturalmente, Il
barbiere di Siviglia. Ejemplo y espejo para sus coetáneos. Beethoven, tan
distinto al italiano, pudo admirar su inspiración, el diabólico juego rítmico
que alimentaba aquellas aéreas estructuras, realizadas con tanta destreza como
rapidez.
Rossini seguía
para inaugurar sus óperas a la antigua sinfonía del XVII y XVIII, perfeccionada
por Alessandro Scarlatti o —tipo francés— por Lully, Haendel o Rameau, que
comenzó a adquirir su real importancia dramática con Gluck y Mozart y alcanzaría su apogeo como pieza sinfónica de entidad con Weber y Beethoven; pero tiene en
el de Pesaro un hábil servidor. Este preludio le daba ocasión de exhibir su
enorme talento de orquestador y de desarrollar su veta melódica y variada
agógica, con aplicación, en general, por lo que atañe a los títulos escritos a partir
de 1812, del esquema de la forma sonata, más o menos libremente empleado.
Como el
compositor no era precisamente un dechado de laboriosidad, no era raro que
echara mano de músicas anteriores a la hora de construir nuevos pentagramas; lo
que aún resultaba más habitual si no disponía realmente de tiempo entre una
ópera y otra. Según todos los indicios, Il
barbiere di Siviglia, estrenada en Roma en 1816, fue compuesta en tan sólo quince
días, y la obertura fue lo último en rematarse. La pieza no era la que conocemos
hoy con tal nombre, sino una que debió de venir constituida por una suerte de potpourri de temas de origen español que
habría proporcionado al músico el tenor Manuel García, primer intérprete del
personaje de Almaviva. Después del fiasco del estreno, Rossini, ni corto ni perezoso,
la sustituyó por la de Aureliano in
Palmira, ópera seria de 1813, y que había empleado también más tarde, en
1815 para Elisabetta, Regina d’Inghilterra.
Justamente, la carencia de obertura original en esta ópera, determinó que, para
el estreno barcelonés de 1818, se encargara a Ramón Carnicer una nueva
partitura; que, pese a su indudable belleza, evidentemente muy rossiniana, no
logró desplazar a la habitual.
Un Andante maestoso en 4/4 abre la pieza.
Enseguida aparece una graciosa melodía en los violines adornados por la flauta.
E irrumpe el Allegro vivace en 2/2,
que cumple a la perfección el esquema descrito arriba de sonata sin desarrollo.
Dos temas se agitan gozosos —quizá en las citadas óperas serias no tuvieran
este carácter, aunque son literalmente iguales—: uno en Mi menor, insistente,
puntuado, teatral; otro en Sol mayor, melodioso y forjador del impetuoso crescendo. Una música simple, eficaz, transparente.
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