miércoles, 15 de mayo de 2013

Joaquín Turina: La oración del torero

Orquesta MelkArt

La producción musical de Turina se inscribe plenamente en la llamada "generación de maes­tros", que incorporo a España a las corrientes estéticas de las músicas europeas de su época. Corrientes que se centraban para quienes como él se formaron en París, en la Schola Cantorum, heredera de César Franck, y en el impresionis­mo, pero que en los países del acusado folclore vinieron tan sólo a servir de apoyo y a actuali­zar una música de raíz esencialmente naciona­lista. Turina supo recoger esas técnicas y ese ambiente del París de comienzos de siglo y adaptarlos a su personalidad de andaluz fino, sensitivo y apacible. Cuando Joaquín Turina aborda la composición de La oración del torero ha escrito la casi totalidad de su producción sinfónica, no extensa, pero de capital impor­tancia en la música española del pasado siglo.

Han visto la luz La procesión del Rocio (1913), Evangelio (1915), las Danzas Fantásticas y la Sinfonía sevillana (1920). Su personalidad musical está ya configurada y su lenguaje es inconfundible. La Oración  del torero se inicia poco después de esta época de plenitud, con destino al célebre cuarteto de laúdes que habían formado los hermanos Aguilar: Elisa, Ezequiel, José y Francisco. El éxito conseguido por esta agrupación en sus giras internacionales interpretando esta obra hizo que Turina la adaptase para cuarteto de cuerdas, siendo publicada en 1925 por Unión Musical.

El padre de Turina fue el pintor sevillano Joaquín Turina Areal (1845-1903) y es posible que el compositor llegase en su adolescencia a contemplar cuadros andaluces de temática tau­rina. Quién sabe si, en su subconsciente visual estaban pinturas como La súplica de los toreros,  del jerezano José Gallegos Arenosa 1859-1917) o La plegaria del torero, del gaditano Salvador Viniegra 1862-1915) cuando abordó, a fines de marzo del año 1925, la composición de La oración del torero, con su quintaesenciado paso­doble inicial. Él nos lo contó de otro modo:

“Una tarde de toros en la Plaza de Madrid, aquella plaza vieja,  armónica y graciosa, vi mi obra. Yo estaba en el patio de caballos.  Allí,  tras una puerta pequeñita, estaba la capilla, llena de unción, donde venían a rezar los toreros un momento antes de enfrentarse con la muerte. Se me ofreció entonces, en toda su plenitud, aquel contraste subjetivamente musical y expresivo de la algarabía lejana de la plaza, del público que espe­raba la fiesta, con la unción de los que ante aquel altar, pobre y lleno de entrañable poesía, venían a rogar a Dios por su vida, acaso por su alma, por el dolor, por la ilusión y por la esperanza que acaso iban a dejar para siempre dentro de unos instan­tes, en aquel ruedo lleno de risas, de música y de sol".
 
Es la Oración del torero pieza hondamente española y, hasta cierto punto, característica de un lirismo andaluz todo delicadeza y recogimien­to. La transfiguración del patético pasodoble, el clima brumoso y poético que transpira toda la obra, quintaesencia de la copla de un pueblo capaz de rezar y llorar cantando, ha hecho de la Oración del torero una de las piezas favoritas del público desde el día de su estreno.

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