Vadim Repin, violín
Orquesta Sinfónica de la NHK
Charles Dutoit, director
Las obras más conocidas de Jean
Sibelius no se corresponden siempre con las mejores, no porque las más
populares no sean obras de calidad, sino porque han ensombrecido a las segundas
y han llevado a un conocimiento parcial del compositor finés, y a un
reconocimiento escaso de su genialidad.
Pero con el Concierto para Violín y Orquesta, opus 47 no ocurre eso: es una
pieza indiscutiblemente genial, y es a la vez una de sus obras más ejecutadas,
con más de un centenar de grabaciones. Es además el concierto para violín más
interpretado del siglo XX (aunque en honor a la verdad date de sus primerísimos
años), no hay virtuoso que se precie desde Jascha Heifetz que no haya desafiado
a sus compases.
El estilo de la obra,
absolutamente romántico, ha contribuido a este éxito. Hay que señalar que quizá
no sea ésta la línea más habitual de Sibelius, al menos del mejor Sibelius,
pero no por ello deja de formar parte de su personalidad musical. Es más, esta
obra destila emociones personales del autor, está inmensamente unida a su propia
experiencia vital. Sin ser una obra autobiográfica (como no lo es prácticamente
ninguna obra de Sibelius), estamos ante un trabajo totalmente implicado en el
sentir del músico finlandés.
La obra se enmarca de hecho
dentro del periodo romántico del autor, donde su música se aproxima al estilo
del post-romanticismo de los países nórdicos, con trato exquisito de la melodía
y un refinado cromatismo, además de una tendencia hacia el diatonismo sin
renunciar a la coloración modal. Este concierto corresponde a un ansia de
Sibelius hacia la música pura que ya se había manifestado con sus dos primeras
sinfonías, y a una búsqueda de música que, sin perder su personalidad netamente
finesa, pudiera llegar al público más allá del país de los mil lagos.
Escuchando el Concierto para
violín y orquesta de Sibelius parece difícil contener la emoción. En sus tres
movimientos está resumida la pasión de una vida. En ese sentido es como Mahler:
cada acorde, cada armonía es un billete directo al corazón, a la dureza de una
vida desdichada.
A pesar de que Sibelius estaba
superando con este concierto su etapa nacionalista y se sumergía ya en un
estilo especial que sería imposible encasillarlo en alguna de las tendencias de
su época, en el concierto podemos encontrar aún restos de ese folclore no
robado, sino inventado, que impregna de cierto carácter místico y festivo la
pieza.
El primer movimiento, Allegro moderato, recurre a
una forma sonata que no lo es. El tema inicial tiene un desarrollo orgánico.
Como la naturaleza de la que siempre quiso rodearse Sibelius, crece con
naturalidad, transformándose, adaptándose… Ese tema que aborda el solista va
pasándose de un instrumento a otro, como un mensaje ideal que merece ser
recuperado siempre, una frase maestra. El tema se convierte en octavas
paralelas, pasa del viento a la cuerda y regresa al solista con una emotividad
demoledora. El desarrollo de la cadencia en la que el violín se deshace en
florituras es un minucioso y endiablado pasaje en el que el violín aborda notas
dobles y triples, acordes de cinco notas que superan las tres octavas y que
parecen poner a prueba al violinista más virtuoso. Las partes para la cuerda
son fogosas y dan paso a un pasaje en el viento que parece descolocar al
oyente, del fuego al mar en calma, de la tormenta a la lastimosa quietud que
roza casi el silencio.
Para el segundo movimiento, Adagio di molto,
reservó Sibelius su estilo más genuino: el desarrollo lento que tan bien se le
daba. El inicio del viento dejando en suspenso la frase recuerda a aquel
Debussy que usó las flautas y su timbre como una punta de lanza en obras como
el Preludio a la siesta de un fauno. Cuando
entra el violín, unos compases después, los legatos
toman el poder y la música se hace temperamental de nuevo pero a un ritmo
cadencial que nos recuerda a la música de cine. Quizá sea el más romántico de
los tres movimientos, pero el finlandés no pierde en ningún momento su
identidad a la hora de componer. Aquellos que comparan este concierto con el de
Mendelssohn han encontrado similitudes con la obra del alemán, pero Sibelius
desgrana aquí una genialidad que Mendelssohn no alcanzó con su ensalzamiento
del violín. El concierto de Sibelius es más sólido, mejor construido, quizá por
esa obsesión que tenía el compositor por revisar y volver a revisar. Nunca
estaba satisfecho con su trabajo. En este movimiento hay tintes del concierto
de Chaikovski, pero algunas armonías podrían calificarse casi de wagnerianas.
El Finale es otro
mundo. No serán pocos los violinistas que han visto en esta parte, marcada como Allegro, ma non tanto, un puzzle difícil de abordar, a pesar de que
en principio no podría parecer demasiado complejo. Pero esos puntillos del
principio encierran la complicada labor de dejar al violín más expuesto que
nunca. La orquesta es casi un rumor, un murmullo que acompaña de fondo dando
dramatismo étnico a un violín que se deshace en subidas a toda velocidad, a
veces con unas notas dobles que ponen a prueba al instrumentista. El concierto
de Sibelius no es para cualquiera, y en este último movimiento queda patente.
Porque no es solo la complejidad técnica, sino la intención que hay que darle a
cada grupo de notas. Y es a la mitad del movimiento cuando Sibelius demuestra
de lo que es capaz pero también su rechazo a hacer lo mismo que habían hecho
otros antes que él. En un tutti lleno
de armonías que conducen a una resolución que parece inevitable, Sibelius corta
por lo sano justo antes de llegar al punto culminante y vuelve a poner al
violín al mando con la misma frase presentada en un principio.
Como si el tercer movimiento
volviese a comenzar y todo lo anterior fuera solo una prueba. El solista tiene
a partir de este momento compases en los que toma las riendas con fuerza necesitando adquirir brío y energía. Y es entonces cuando empiezan las frases cromáticas
que llevan a una fanfarria fingida por parte de los metales. A partir de esos
momentos el violín se mueve en cascada para terminar en una nota seca. El
concierto ha terminado y Sibelius se ha dejado el alma en cada sistema.
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