Valentina Lisitsa, piano
Además de las polonesas y las mazurcas, Chopin compuso obras basadas en otras danzas. Al igual que aquéllas, estas piezas no son precisamente música para bailar, sino una estilización, «música de salón» (como buena parte de la producción de Chopin), escrita para tocar en los salones, aunando el impulso rítmico, la expresión y el brillo instrumental.
En esa época, el vals era el baile vienés que comenzaba a hacer furor en los salones de toda Europa, gracias sobre todo a Johann Strauss (padre). Sin embargo, la mayoría de los valses chopinianos están lejos de ese carácter. Para Mendelssohn, éstos no tenían de vals más que el nombre. Quizás no deba buscarse en éstos lo danzable, pues parecen transmitir sugestiones que no aluden directamente al baile, sino al recuerdo personal que le dejó el ambiente (evocación que hace recordar el origen de La Valse de Ravel). Robert Schumann dijo: «Cada vals de Chopin es un breve poema en el que imaginamos al músico echar una mirada hacia las parejas que bailan, pensando en cosas más profundas que el baile».
Es significativo que dos de los valses de Chopin estén dedicados a sus primeros dos amores: el Op. 70 nº 3, dedicado a Konstancja, o el Op. 69 nº 1, el Vals del adiós, dedicado a Maria. Además de ser declaraciones amorosas, se hallan expresadas en estas obras la ligereza -como en el Op. 64 nº 1 (el llamado Vals del minuto)- o la melancolía - en el Vals du regret (Op. 34 nº 2), además del Vals brillante (Op. 18). Por otro lado, para reconsiderar la etérea cualidad bailable de esta música, es muy sugerente la escucha del ballet Las Sílfides, íntegramente compuesto en orquestaciones de obras de Chopin (entre ellas algunos valses, como este Op. 64 nº 2).
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