Felicity Lott, soprano: La mariscala
Barbara Bonney, soprano: Sophie Faninal
Anne Sofie von Otter, mezzo: Octavian
Kurt Moll, bajo: Baron Ochs de Lerchenau
Gottfried Hornik, barítono: Herr von Faninal
Orquesta y Coro de la Ópera del Estado de Viena
Carlos Kleiber, director
Basada en una producción de Otto Schenk
Director de TV: H.H. Hohlfeld
Barbara Bonney, soprano: Sophie Faninal
Anne Sofie von Otter, mezzo: Octavian
Kurt Moll, bajo: Baron Ochs de Lerchenau
Gottfried Hornik, barítono: Herr von Faninal
Orquesta y Coro de la Ópera del Estado de Viena
Carlos Kleiber, director
Basada en una producción de Otto Schenk
Director de TV: H.H. Hohlfeld
Der Rosenkavalier ("El caballero de la rosa") es una comedia musical en tres actos, con
libreto de Hugo von Hofmannsthal y música de Richard Strauss.
Personajes: La maríscala princesa
Werdenberg (soprano); el barón Ochs von Lerchenau (bajo); el conde Octavian,
llamado Quinquin, un joven señor de una gran casa (mezzosoprano); el señor von
Faninal, un rico ennoblecido (barítono); Sophie, su hija (soprano); la joven
Marianne Leitmetzerin, ama de llaves de Faninal (soprano); Valzacchi y Annina,
pareja de intrigantes italianos (tenor y contralto); un comisario de policía
(bajo); el mayordomo de Faninal (tenor); un cantante (tenor); un notario
(bajo); un tabernero (tenor); tres huérfanos nobles, una viuda noble, una
modista, un comerciante de animales, un peluquero, criados, mozos, personajes
mudos.
Lugar y época:
Viena, hacia 1750, durante el reinado de la emperatriz María Teresa.
Argumento: Una introducción
orquestal de brillante color y movimiento tempestuoso describe la noche de amor
que Quinquin, el joven conde Octavian, vive en brazos de la princesa
Werdenberg. El primer acto se desarrolla en su dormitorio. Amanece. Octavian
está arrodillado junto a la cama de su amada, acaricia y besa a ésta. Se siente
embriagado de dicha, mientras en el amor de la princesa hay un sentimiento más
maduro. Es unos quince años, tal vez veinte, mayor que Quinquin, que sólo tiene
diecisiete, y sabe que «hoy o mañana o pasado mañana» llegará el instante de la
despedida, de manera que en su afecto hay algo de melancolía. Un criado negro
lleva el desayuno: Octavian se oculta, pero olvida su espada en un lugar
visible. Le preocupa no tener ninguna experiencia en situaciones así. La
princesa lo consuela, la alegría regresa. Sin embargo, cuando Quinquin menciona
al mariscal, el esposo de la princesa, que en ese momento visita una lejana
guarnición, la mujer se pone pensativa. La noche anterior soñó con él. Fue como
si hubiera oído sus golpes en la puerta del dormitorio y... ¿Qué es eso? Se
oyen claramente voces airadas. ¿El mariscal? Octavian la tranquiliza: el
mariscal está lejos. ¿Quién entonces?
Por fin, después de una larga y
violenta discusión en la antesala, se abre la puerta (Octavian apenas tiene
tiempo de ocultarse), y entra el gordo, jovial y maduro barón Ochs von
Lerchenau, un pariente lejano de la maríscala, saluda a su «prima» con un
besamanos algo provinciano y se sienta cómodamente. La princesa recuerda de
repente una carta que este primo le había escrito y que ella no había leído o
había olvidado. Sí, el barón había anunciado aquella visita para pedirle su
benévolo consejo con ocasión de su matrimonio, pues pensaba casarse con una
joven, a decir verdad de origen burgués, pero hija de un proveedor del
ejército, muy rico y de muy buena salud, que acababa de ser elevado a la
nobleza por Su Majestad. Además, a la joven hasta «un ángel la encontraría
guapa». El barón no oculta que su situación financiera necesita urgentemente
algún apoyo; y por eso se ha decidido por este enlace, que tiene algo de
braguetazo. La maríscala no sabe si reírse del noble de provincias, cómico a
pesar suyo, o amargarse por la situación del mundo.
Octavian, que ha encontrado en
algún lugar un uniforme de doncella, se deja ver durante la conversación, y disfrazado
de esa manera quiere refugiarse en otra habitación. Sin embargo, el barón Ochs,
aunque hace mucho que ha dejado de ser mozo, no es hombre que deje escapar a
una mujer tan joven. Mientras charla con la maríscala, echa flores a la
supuesta doncella, para diversión secreta de la princesa, que en ese momento,
puesto que el barón ha expuesto ya el motivo de su visita, propone como
encargado de la petición de mano, como «caballero de la rosa», al joven conde
Octavian Rofrano. Ochs, sintiéndose muy honrado por tan distinguida elección,
le da las gracias, pero queda muy sorprendido cuando contempla el retrato del
conde que le alarga la maríscala. El parecido con la doncella es notable. La
princesa sonríe. «¡Qué cosas ocurren en Viena!», piensa el noble de provincias,
que piensa aprovechar durante unos días aquella supuesta liberalidad de
costumbres.
Todavía pide a su prima que le
recomiende un buen notario para el contrato de matrimonio, que espera redactar
en su propio provecho. El notario, como todas las mañanas, se encuentra en la
antesala mientras empleados, peticionarios, parientes y amigos se agolpan para
la recepción. Entonces se abren las anchas puertas y comienza la audiencia,
mientras, de acuerdo con la antigua costumbre de los nobles, peinan y visten a
la maríscala. Hay una viuda con tres huérfanos que pide protección; un cantante
con un flautista (que interpretan una hermosa aria al estilo italiano); un
tratante en animales, que elogia un magnífico ejemplar de perro; un erudito,
una sombrerera, una pareja de intrigantes que ofrece sus servicios para todo
tipo de informes y encargos; la servidumbre de Ochs von Lerchenau, de aspecto
muy sospechoso; y por último, el notario, que el barón lleva en seguida a un
lado para comunicarle sus deseos tocantes a la redacción del contrato
matrimonial. La discusión de los dos hombres es cada vez más violenta, pues el
barón exige cosas legalmente imposibles. Finalmente, el barón brama de tal
manera que el cantante se interrumpe espantado y la audiencia sufre una desagradable
interrupción. Mientras todos se retiran, Ochs pone en la mano de la maríscala
la rosa de plata, el símbolo de la petición de mano aristocrática. Por
mediación suya, el conde Octavian deberá entregarla a la señorita von Faninal,
la prometida del barón. Luego se hace el silencio.
La princesa está en actitud
pensativa ante el espejo. ¡Cómo desprecia al grosero primo que se casa con una
bella joven, pura y demasiado buena para aquel viejo verde que incluso cree que
tiene algo que perder! Sus pensamientos se dirigen al pasado. ¿Acaso ella misma
no fue una niña inocente a la que sacaron del convento para casarla? ¿No está
ahora casada con un hombre a quien apenas conoce, que siempre está de viaje? ¿Adónde
ha ido su propia imagen? Se contempla largamente en el espejo. Las primeras
arrugas, los ojos inteligentes que han visto y llorado mucho: no, la joven de
otras épocas ya no existe. Y sin embargo, ¿no es siempre la misma en el
corazón? Antes, la pequeña Resi, luego, la princesa madura... ¿Cómo puede ocurrir?
¿Cómo lo permite Dios? Si al menos impidiera que se tuviera aquel aspecto al
envejecer... ¿El sentido de todo? Permanece en secreto. Y se está allí para
soportarlo. Y toda la diferencia está en cómo...
El maravilloso monólogo de la
maríscala suena lleno de ternura y contenida tristeza. Pero entonces la vida
vuelve a entrar en su habitación, en forma de Octavian, que viste esta vez un
traje de montar. Octavian no entiende por qué su amada está pensativa o de mal
humor. Tal vez esté preocupada por su terrible primo, o tal vez tenga miedo de
lo que le pueda ocurrir a él. Hace ademán de abrazarla. Ella lo rechaza con
dulzura. «Hoy, o mañana, o pasado mañana», piensa y dice la princesa. Octavian
no la entiende: «Ni hoy ni mañana: ¡nunca!». La maríscala decide que le
facilitará las cosas cuando llegue el momento. Octavian se siente herido o se
hace el ofendido, y se va. «Incluso tengo que consolar al joven por el hecho de
que antes o después tenga que abandonarme», piensa la princesa. Y luego,
sobresaltada: «Ni siquiera le he dado un beso de despedida». Envía a sus
lacayos, pero Octavian se ha ido a caballo. Entonces, con una sonrisa triste,
entrega al pequeño negro el estuche de la rosa de plata: Llévasela al conde
Octavian..., él sabe de qué se trata... El telón cae lentamente sobre uno de
los finales de acto más melancólicos que hayan creado un poeta profundo y un
músico capaz de representar magistralmente todos los sentimientos humanos.
En el palacio del nuevo rico, el
señor von Faninal, todo está preparado para el gran día. El señor de la casa no
cabe en sí de orgullo: ¡su yerno un barón! ¡Y un tal conde Rofrano es el
«caballero de la rosa»! El nombre de éste resuena en las calles por donde pasa
su carroza. Rápidamente hace las ultimas advertencias a Sophie, la bella novia,
y a la fiel Marianne, el ama de llaves. Octavian, vestido de plata
resplandeciente, joven y apuesto, entra en el palacio. Solemnemente lleva la
rosa que el novio debe enviar a la novia, antes de entrar en la casa, como
signo de amor. La música alcanza entonces un esplendor indescriptible,
centellea e ilumina con colores enceguecedores.
Los dos jóvenes se encuentran:
Sophie con una profunda inclinación y Octavian con un gesto cortés. Balbucen
palabras entrecortadas mientras el conde entrega la rosa. Sophie la acerca a su
rostro: su perfume es como el de las rosas del cielo, no como el de las
terrenales, ¡y qué alejada del mundo suena la elevada melodía que Strauss pone
en su garganta en ese instante!
La conversación va cobrando vida
lentamente. Sophie vence su timidez y cada vez parece más atractiva al joven
conde. Faninal se acerca con el novio. El contraste no podría ser mayor. Ochs
se comporta desde el primer momento de manera desdeñosa, como él mismo dice,
pero en realidad como un tratante en caballos que inspecciona a su novia de
arriba abajo. Faninal está pagadísimo de sí mismo. ¡Si todos los vieneses
envidiosos pudieran ver su palacio! Pero Sophie siente repugnancia por aquel
grosero y por sus ofensivas observaciones. La indignación de Octavian es cada
vez mayor. Ochs entona su canción favorita, una melodía de vals popular que
suena soez en su boca y con la que exalta de manera burda los placeres de la
carne. Afortunadamente, cuando la tensión parece haber llegado a su punto
máximo, se presenta el notario. Ochs se retira con él a una habitación
contigua. Entonces Sophie da rienda suelta a su desesperación. ¡Jamás se casará
con aquel patán! Octavian no la puede ayudar; primero debe obrar ella sola.
Pero ambos saben que no podrán olvidar aquella hora. Se abrazan con fuerza.
La pareja de intrigantes ya está
allí y da la alarma. El barón enfoca el asunto «como un hombre de mundo», pues
se trata de su «primo» (Octavian se estremece ante la familiaridad), y él mismo
había pedido al joven conde que despejara la timidez de Sophie. Sin embargo,
aquel tono ligero sirve de poco. Sophie le dice en la cara que nunca se casará
con él. Ochs hace como si no entendiera, quiere seguir ocupándose de los trámites
con el notario. Pero Octavian se planta delante de él y confirma las palabras
de Sophie. Ambos sacan la espada, pero, al primer rasguño, el barón deja caer
la suya y comienza a gritar pidiendo auxilio. Lo tienden en un diván y le ponen
vendas. Octavian ha abandonado la casa, Faninal está furioso con su hija, a la
que plantea la alternativa de casarse con el barón o ir a un convento. La
escena es grotesca. Ochs recupera pronto su buen humor, después de algunas
invectivas contra la juventud y la gran ciudad, pero sobre todo gracias a una
carta que Annina, la intrigante, pone en sus manos. Es de la doncella que el
barón conoció el día anterior en el palacio de la maríscala, y que le pide una
cita. ¡El barón es irresistible! Muy ufano, el barón silba y tararea su vals
favorito, y está completamente satisfecho de la marcha del mundo.
El comienzo del acto tercero
convierte la comedia en farsa, tal vez en exceso. En un reservado de una
taberna de Viena, Ochs ha preparado todo para su cita con Marianne, la supuesta
doncella: iluminación difusa, buenos vinos, música suave en la habitación
contigua. No sabe que todo figura en los planes secretos de la «otra parte», y
que habrá de recibir una formidable lección que redundará en la liberación de
Sophie. Aparecen la supuesta Mariandl y Ochs, éste con el brazo vendado, herido
en el enfrentamiento del día anterior; el barón pone en juego en seguida sus
artes de seductor, pero nada sale bien. La joven se muestra tonta y
lloriqueante, en todos los rincones de la habitación parece haber duendes y por
último llega un comisario de policía. Ochs todavía cree que puede ganar. Apela
a su parentesco con la maríscala y presenta a la joven como si fuera su novia,
la señorita von Faninal. Por supuesto, se opone a que se comprueben sus
afirmaciones, pero el comisario se muestra muy recalcitrante. Entonces aparece
Faninal con su hija, indignado por haber sido emplazado de noche en una taberna
de mala fama, para sacar a su futuro yerno de una situación desagradable. Ochs
comienza a sospechar, pues él habría sido el último en llamar a Faninal. En el
punto culminante de la confusión, Octavian se quita rápidamente el pañuelo y
las ropas de doncella. Ochs se restriega los ojos. Pero entonces llega la
maríscala, saludada respetuosamente por todos. A un gesto de ella, el comisario
se despide. Ochs quiere protestar una vez más, cree que todavía puede salvar el
tipo. «Si Marianne es Octavian..., entonces...» «Si es un caballero —le replica
la princesa—, será tratado como tal»; es lo único que ella espera de él. Y Ochs
se recupera, intenta mantener la compostura, a pesar de que ha perdido la
peluca y presenta una imagen lamentable en medio de las personas que pugnan por
acercársele. Se va, y la farsa se convierte en drama. Hofmannsthal construye con
mano maestra un final estremecedor. Hay tres personas en escena: la maríscala,
Octavian y Sophie. Ha llegado el gran momento que la princesa había intuido
hacía mucho. Y con infinita nobleza hace realidad su propósito: facilitarle las
cosas al joven, aun cuando a ella se le desgarre el corazón. «Prometí quererlo
bien...», comienza el terceto, de una belleza intachable, casi sobrenatural.
La princesa ofrece el brazo a
Faninal, que de esa manera recibe un poco de consuelo en compensación por los
golpes sufridos. Sophie y Octavian se quedan solos. El canto final que une el
corazón de los dos jóvenes es sencillo, popular, mozartiano y lleno de calidez
íntima: «Es un sueño, no puede ser cierto que estemos juntos, juntos para
siempre...». Lentamente salen de la sala, en la que se van apagando las luces.
El pequeño negro llega corriendo, recoge un pañuelo del suelo y sale corriendo.
La música es otra vez ligera y
alegre. Como si quisiera subrayar las palabras de la maríscala: «Todo ha sido
una mascarada vienesa y nada más...». ¿Nada más?