Werther es una ópera en cuatro actos de, Jules Massenet con libreto de Edouard Blau,Paul Milliet, y Georges Hartmann, basada en la novela Los sufrimientos del joven Werther, de Goethe. Se estrenó en la Opera de Viena el16 de febrero de 1892, en la versión alemana, y en la Opéra-Comique de París, el 16 de enero de 1893, en la versión francesa.
La acción transcurre cerca de Frankfurt (Alemania), a finales del siglo XVIII.
Werther tiene un argumento eminentemente romántico. El sentimental protagonista ama a
Charlotte, quien sin embargo se casa con Albert por un sentido del deber (una
promesa a su madre moribunda). Sólo cuando Werther en su desesperación, se pega
un tiro, Charlotte le confiesa su amor y le da su primer y último beso.
Mientras, fuera, en la calle, un coro de niños canta una canción de
Navidad.
Massenet amaba la obra de Goethe y afirmaba que escribir Werther había sido una de las experiencias más fascinantes de su carrera. Declaró: “En Werther, coloqué toda mi alma”. El compositor realmente triunfó al captar la esencia de la obra maestra de la literatura alemana en una ópera francesa — una hazaña excepcional.
Aun así, la ópera incluye algunas diferencias relevantes con la novela de Goethe. Por ejemplo: en la novela no está claro si Charlotte también ama a Werther; en la versión de Massenet, Charlotte sufre tanto como Werther. En la novela, Werther muere solo, sin la oportunidad de volver a ver a su amada; la ópera de Massenet contiene un acto completo en el que los amantes declaran su amor recíproco momentos antes de que Werther muera. Massenet también desarrolló el papel de Sophie, la radiante hermana de Charlotte.
Pourquoi me réveiller
Pourquoi me réveiller? ô
souffle du printemps Pourquoi me réveiller? Sur mon front je sens tes
caresses, Et pourtant bien proche est le temps Des orages et des
tristesses! Pourquoi me réveiller? ô souffle du printemps Demain dans
le vallon viendra le voyageur Se souvenant de ma gloire première et ses
yeux vainement chercheront ma splendeur Ils ne trouveront plus que deuil et
que misère! Hélas! Pourquoi me réveiller? ô souffle du
printemps
Traducción al castellano de "Pourquoi me
réveiller"
¿Por qué me despiertas? oh viento de primavera
¿Por
qué me despiertas?
En mi frente siento tus caricias
Y así muy pronto
llegará el tiempo
de tormentas y tristezas!
¿Por qué me despiertas?
oh
viento de primavera
Mañana en el valle vendrá el viajero,
recordando mi
gloria anterior
Y sus ojos en vano buscarán mi esplendor
¡no encontraran
sino luto y miseria!
Hélas! ¿Por qué me despiertas? oh viento de
primavera
Sansón y Dalila, op. 47, es la única de las óperas del compositor francés Camille Saint-Saëns (1835 - 1921) que se ha mantenido con regularidad en el repertorio. A Saint-Saëns tampoco le resultó fácil el poder estrenar la obra, que tuvo que ser representada fuera de Francia, en Weimar, gracias a la ayuda de Franz Liszt, en 1877.
La primera intención del autor era la de componer un oratorio, pero finalmente se inclinó por la ópera. El libreto es de Ferdinand Lemaire basado en el Libro de Los Jueces del Antiguo Testamento, capítulos XIV al XVI.
La historia bíblica que sirve de base al argumento es conocida. El Sumo Sacerdote
filisteo pide a la hermosa Dalila que averigüe el secreto de la fuerza
sobrehumana de Sansón. Dalila proclama su odio y su desprecio hacia el líder
hebreo, así como el deseo de destruirle. Mientras tanto Sansón, dubitativo, está
en la entrada de la casa de Dalila, cede a sus encantos pero no le confiesa el
secreto de su fuerza, se desata un temporal, ella le suplica llorando,
amenazando en vano, al final entra en sus aposentos y Sansón la sigue,
arrastrado hacia ella por una irresistible fuerza.
Sus pensamientos siguen centrados en la libertad de su
pueblo, pero Dalila le habla del amor y de la pasión que siente por él, es el
momento del aria más célebre de esta ópera,“Mon coeur s’ouvre a ta voix” (Mi corazón se abre ante tu voz).
La Opéra Comique le había encargado a Georges Bizet una
ópera en cuya colaboración se había propuesto a los libretistas Henri Milhac y
Ludovic Halévy, la firma conjunta más afamada de París en lo que a libretos se
refería. Si se quiere hacer, en realidad, honor a la verdad, era Bizet el que
colaboraba con los libretistas, que lo sobrepasaban con creces en fama y
renombre. La especialidad de la dupla era la opereta clásica, género donde su
firma era sinónimo de éxito asegurado.
Se definió como texto base Carmen, la novela de Prosper Merimée. Se cree que, en un principio,
la propuesta realizada a Bizet sería para componer una obra de corte
humorístico, como lo demuestra su correspondencia de la época. Sin embargo,
habrá que asumir que desde el momento mismo de la elección de la fuente
literaria esto quedó definitivamente en el olvido y que la ópera bufa pasó
rápidamente al ámbito del drama lírico (la denominación de “ópera realista” no
se forjaría hasta tiempo después).
La obra de Merimée, escrita en primera persona, habla de la
supuesta confesión que le hiciera un ex soldado condenado a muerte al autor la
víspera de su ejecución. Oriundo de las altas tierras de Navarra, el militar,
de nombre José Lizarrabengoa, había pertenecido a una familia acomodada y, en
virtud de su profesión, se había trasladado a Andalucía, donde fue destinado.
Su escasa experiencia, sobre todo en temas de faldas, lo había envuelto en un
acto de insubordinación al dejar escapar a una gitana arrestada por un hecho
menor. A partir de ese momento todo se precipitó en su vida, pasando a ser, de
un garante de la ley, a ladrón, contrabandista y asesino de su amante, cargo
por el que ahora enfrentaba este terrible destino.
No se sabe a ciencia cierta el origen del relato, pero se
especula acerca de la posibilidad de que sea verídico. Así lo da a entender el
propio autor, que asegura haberse encontrado con Don José (el “Don” indica que
el personaje en cuestión pertenecía a la pequeña nobleza de su tierra natal) en
una serie de ocasiones anteriores a la noche de la confesión final. Se sabe,
sí, que Merimée tomó contacto con la historia por primera vez de boca de la
condesa María Manuela de Montijo, de cuyas hijas fuera maestro de francés
durante su estadía en España, promediando la década de 1830. Eugenia de
Montijo, una de sus pupilas, llegaría a convertirse en la esposa de Napoleón
III y, por ende, en emperatriz de Francia.
Ciertamente, el texto de Merimée no trata muy amablemente a
las mujeres en general y menos al personaje de Carmen, a quien describe como
bruja, ladrona y prostituta. Sin embargo, dedica grandes párrafos a describir
su exótica belleza, razón más que suficiente para embrujar completamente a
cualquier hombre y explicación lógica de la completa pérdida del juicio sufrida
por Don José, que fue sometido a cambio de migajas de amor a total servidumbre.
Comprenderá el lector que la temática del texto, que se basa
fundamentalmente en la violencia y el erotismo, era bastante poco ortodoxo para
la época. Sin embargo, se justifica el atractivo que generó en los productores
de la obra poner sobre la escena un drama de tal intensidad, condimentado por
el elemento español, fuente de exotismo y de todo tipo de fantasías por parte
del público del resto de Europa (recuérdese el “Aria del catálogo” de Don
Giovanni).
Meilhac y Halévy tenían una opinión muy distinta del
personaje central que proponían para su libreto. Las características
superficiales de Carmen no habían cambiado grandemente (seguía siendo una
gitana extremadamente atractiva que embrujaba y enamoraba a cuanto hombre se le
presentara), aun cuando los libretistas le concedieron una serie de dotes
impensadas para Merimée. Lo anterior, pues Carmen, la de la ópera, es
inteligente, audaz y, por sobre todo, muy fiel a sus principios, criticables
muchos de ellos, pero completamente indispensables para ella. Una enorme
cantidad de matices pueden encontrársele a la gitana según la interpretación
que se realice, según el carácter de la cantante que la personifique. Ese hecho
genera desde hace ya más de ciento treinta años un tremendo atractivo a una
gran cantidad de mezzos, sopranos y contraltos (el papel es abordable, con
mínimas alteraciones, por las tres voces femeninas), desde primerizas a
veteranas, esbeltas y no tanto, altas, pequeñas, latinas y arias, que desean
sentir en carne propia el encanto hipnótico de personificarla.
Bizet creó, en torno a este carácter tan estremecedor, una
de las obras más violentas y, a la vez, más bellas de toda la historia de la
ópera, que conoce de admiradores y seguidores incondicionales en todos los
rincones del mundo. Lo interesante del caso es que, combinando de manera
magistral los elementos con los que todo músico contaba en su tiempo, y con
algo de mentalidad empresarial, el compositor escribió la que pareciera ser una
ópera absolutamente revolucionaria para la época pero que, ciertamente, en el
aspecto técnico al menos, dista grandemente de serlo. Quizás el único pecado de
Bizet fue escribir una partitura tan seductora y el de Carmen, el haberse vuelto tan famosa. A pesar de ello, la partitura
sigue generando especial entusiasmo, no solamente entre el público que acude a
apreciarla en masa, sino también entre los músicos que deben interpretarla.
Carmen se estrenó en la Opéra-Comique de París el 3 de marzo de 1875, pero fue criticada por la mayoría de la prensa. Estuvo a punto de ser retirada después de su cuarta o quinta representación, lo que finalmente se evitó. Al cabo, la ópera llegó a las 48 representaciones en su primera temporada, lo que hizo poco para incrementar los decaídos ingresos de la Opéra-Comique. Cerca del final de su temporada, el teatro regalaba entradas para aumentar la audiencia. Bizet murió de un ataque al corazón el 3 de junio de 1875, a los 36 años de edad, sin llegar a saber nunca cuán popular iba a ser Carmen. En octubre de 1875 la ópera fue producida en Viena, con éxito de público y crítica, lo que marcó el inicio de su popularidad mundial. No se representó de nuevo en la Opéra-Comique hasta 1883.
La ópera en tres
actos Lakmé, del compositor francés Léo Delibes, con libreto de Edmond
Gondinet y Philippe Gille, basada en la novela "Rarahu ou Le
Mariage", (Rarahu o El matrimonio), de Pierre Loti, tuvo su
primera representación en el Teatro de la Opéra-Comique de París,
en 1883.
La exótica trama de Lakmé discurre en la India decimonónica,
colonizada por los británicos, y narra una historia de amor imposible entre Lakmé,
sacerdotisa de Brahma e hija de Nilakantha,
principal sacerdote de un templo dedicado a esta deidad suprema hinduista
y Gerald, un oficial inglés. La infortunada Lakmé se suicida, a modo de
Julieta oriental, ingiriendo una hoja de datura, una planta con
propiedades soporíferas e hipnóticas, al saber que su amor no es correspondido.
Aparte del aria “de las campanas”, de
extremada dificultad técnica para las sopranos, destaca el célebre dueto“de las flores”entre Lakmé y Mallika, ésta última una esclava de Nilakantha que es su mejor amiga; ambas reúnen flores en el
templo, poco tiempo antes de conocer al que será su amado Gerald.
La gestación de Fausto estuvo llena de inconvenientes. Poco antes de su terminación se estrenó en París un melodrama sobre el mismo tema y Gounod no tuvo más remedio que interrumpir su trabajo. El director del teatro le propuso otro libreto, pero Gounod reanudó Fausto tiempo después. Terminó la ópera y la hizo representar en el Théatre Lyrique de París el 19 de marzo de 1859. El público la recibió con frialdad, la encontró «demasiado alemana». De hecho, el éxito mundial de la obra comenzó en Alemania, donde se representó muy pronto en todos los escenarios con el título de Margarethe. Diez años más tarde, Gounod revisó su obra con vistas a confeccionar una grand opéra, reemplazó los diálogos originales por partes cantadas e introdujo en la partitura un impresionante coro de soldados y la «oración» de Valentín; la obra se convirtió en un «clásico» de la ópera francesa en todo el mundo.
La leyenda medieval del doctor Fausto, un sabio que vende su alma al diablo para recuperar la juventud perdida y disfrutar de ello, pero también para conocer la solución de los problemas de la existencia, ha motivado a innumerables poetas y escritores. La versión de Goethe es una de las grandes obras maestras del arte occidental. Su argumento profundo y, sin embargo, teatralmente representable ha atraído también a muchos compositores. Recordemos los Faustos de Boito, Berlioz y Spohr, así como los más modernos de Busoni y Reutter, pero también una serie de obras que son variaciones sobre el mismo tema (por ejemplo The Rake's Progress, de Stravinski).
Si no se compara el trabajo de los libretistas del Fausto de Gounod con la obra de Goethe, se pueden apreciar algunas cosas positivas. Sobre todo la hábil adaptación escénica, la selección de cuadros variados y emocionantes, la distribución de puntos culminantes y oasis líricos. De Goethe queda poco más que un argumento exterior, el drama de una joven pequeño burguesa, que conmueve y emociona. El sentido profundo del elemento «demoníaco» se ha perdido completamente (mientras que en el Mefistofele de Boito se mantuvo un poco más). A pesar de eso (o precisamente por eso), es una obra que da excelentes resultados y tiene papeles gratificantes. También Gounod se ha alejado del drama de Goethe, cuyo demonismo en ningún momento se expresa en la música. Pero es un gran melodista, tiene una espléndida línea de canto y una técnica orquestal brillante. Muchas partes de la ópera se han vuelto muy populares y siguen siéndolo hoy por su fácil comprensión. Es la música indicada para una grand opéra, muy efectiva, con sonidos embriagadores.
Gounod es conocido sobre todo como el autor de la ópera Fausto y del famoso Ave Maríabasado en la música del primer preludio de El Clave Bien Temperado de Bach. Es uno de los más prolíficos y admirados compositores franceses. Su catálogo incluye obras de todos los géneros, tanto sacras como profanas. Su influencia en otros compositores franceses como Bizet, Saint-Saëns y Massenet es indudable. Hasta el propio Debussy llegó a declararlo "necesario" en cuanto a lo que su estética representó para aquella generación de franceses: un poderoso contrapeso ante el avasallador empuje wagneriano.
Roméo et Juliette ("Romeo y Julieta"), con libreto de Jules Barbier y Michel Carré, consta de cinco actos y está basada en la obra homónima de William Shakespeare. Romeo y Julieta llenó los teatros de ópera con multitudes de admiradores fanáticos, mas no encantó a todo el mundo. Algunos críticos afirmaban que Romeo y Julieta no estaba a la altura de Fausto, ópera anterior de Gounod. Ernest Newman escribió: “Uno de los desvaríos del mundo musical es que Romeo y Julieta sea material ideal para una ópera…ambos compositores y libretistas fallaron al no percibir que, además de estos dos personajes, existe muy poco en la pieza que ofrezca las cualidades intrínsecas de una ópera. Y hasta los personajes de Romeo y Julieta pecan en este sentido; aún en una ópera, el público espera algún tipo de maduración de los personajes... y los amantes de Verona no maduran”. Aún más, él afirma que cada amante sirve apenas para un aria y, juntos, para un dúo de amor y uno de muerte. Según él, los otros personajes eran “meras figuras secundarias”, dispensables a la trama. Gounod, sin embargo, buscaba impacto emocional y no perfección dramática. Se concentró en expresar cada capítulo de la historia de los jóvenes amantes, retratando sus emociones minuciosamente. Al público actual le continúa fascinando ser parte de la montaña rusa emocional de Gounod. Su ópera es considerada en el mundo entero como una de las mejores reproducciones musicales de los relatos shakespearianos. Fue estrenada en el Théâtre Lyrique de París, el 27 de abril de 1867.
La condenación de Fausto, Leyenda dramática en cuatro
partes para Mezzosoprano, Tenor,
Barítono, Bajo y Orquesta, con libreto de Hector Berlioz, Almire
Gandonnière y Gérard de Nerval, es una más de las obras que a propósito del
inmortal Fausto de Goethe fueron escritas
durante el Romanticismo.
Berlioz compuso La Condenación de Faustodurante
una gira que realizó por Europa en 1845, con la intención de promover y dirigir
su música, así como asistir a la develación de la estatua de Betthoven en Bonn.
Debe mencionarse que si bien ya había leído el Fausto, traducido al francés a los 23 años y había compuesto
algunos números sobre él, es de hecho, en su segunda forma como se conoce e
interpreta La Condenación. La suerte
de su opus 1 (que fue como se publicó la primera versión con el título Huit
Scénes de Faust) la decidió el compositor al destruir cada copia que
se podía adquirir. La Condenación de Fausto se
estrenó en París el 6 de diciembre de 1846, en versión de concierto.
Al parecer el destino tenía algo en contra de la unión
Fausto-Berlioz, ya que la obra sólo se interpretó dos veces en la vida del
autor y ambas fueron desastrosas. Él lo refiere en sus Memorias así:
“Fausto sólo se interpretó 2
veces en una sala medio vacía. El público parisino, supuestamente aficionado a la música, se quedó
tranquilamente en casa, importándoles tan poco mi música como si fuera un
estudiante del Conservatorio; y esas dos presentaciones en la Opéra Comique no
fueron atendidas, como si hubieran tenido las más miserables óperas en el
repertorio. Nada en mi carrera artística me lastimó tanto como esa inesperada
indiferencia.”
La Condenación de
Fausto, como ya se ha dicho, no es una ópera o una cantata, más bien puede
entenderse como una pieza escénica de concierto. Tiene tres personajes: Fausto,
el tenor; Mefistófeles, el bajo y Margarita, la mezzosoprano. Se requiere
además un coro y una orquesta majestuosa.
La obra se divide en cuatro partes: En la Primera, Fausto
escucha las Danzas de los campesinos y la Marcha de los Soldados (La célebre
marcha Rákóczy) pero no le afectan;
en la Segunda, conoce a Mefistófeles y es tentado por él a través de sueños
alucinantes; Fausto sueña con Margarita; en la Tercera parte, Fausto y
Margarita se encuentran en las habitaciones de ella, se declaran su amor.
Finalmente, en la Cuarta parte, Fausto se entera de los problemas de Margarita
y contacta a Mefistófeles para que los ayude. Tras firmar un pacto con él,
Fausto va al infierno y Margarita es salvada.
De La Condenación se
ha destacado la célebre Marcha Húngara,
que originalmente no pertenecía a la Leyenda. Berlioz la había escrito unos meses
antes, precisamente estando en Pest. Allí un desconocido lo abordó y le dijo: “Si
quieres ganarte a los húngaros, escribe algo sobre sus melodías nacionales.
Ellos estarán complacidos y cuando regreses te aplaudirán. Sólo escoge algo de
aquí”. Al decir esto le entregó una antología de melodías populares húngaras. Uno
de los símbolos de la lucha por la independencia fue el noble húngaro Francisco
Rákóczi II, Príncipe de Transilvania, que a principios del siglo XVIII había
liderado una rebelión contra los austriacos. Berlioz hizo un arreglo para
orquesta de una de las canciones en su honor que bautizó como Marche Hongroise e interpretó en la
ciudad de Pest con un enorme éxito. Por eso decidió incorporarla a La Condenación de Fausto y ubicó la
primera parte de su obra en Hungría.
El violinista, guitarrista y compositor Niccolò Paganini nació en 1782 en Génova. Rodeado de una aureola diabólica por sus
propios contemporáneos, asombrados ante su dominio del instrumento y su vida
desordenada y aventurera, encarna al violinista romántico por antonomasia.
Niño prodigio, antes de cumplir los catorce años dominaba ya
todos los secretos del violín, al extremo de que sus profesores reconocían no
tener nada más que enseñarle. La gira que emprendió en 1828 por capitales como
Viena, Praga, Varsovia y Berlín lo consagraría como el más destacado violinista
de su tiempo, capaz de extraer al instrumento sonidos y efectos inconcebibles.
Su estilo brillante y, en ocasiones, efectista, desarrollaba de manera
considerable las posibilidades técnicas del violín, explorando diversos
recursos como las triples cuerdas, glissandi,
pizzicati y arpegios, explotados en
sus propias composiciones en las que destacan los Veinticuatro caprichos para violín solo (1818), seis Conciertos
para violín y orquesta, nueve Cuartetos para guitarra y arcos (1806-1816) y
piezas como La danza de las brujas
(1813) y las Variaciones sobre “God save the King” (1829). Paganini falleció en Niza,
en 1840.
Les Veilleurs de Nuit Dirección y violín: Alice Piérot
Sonata XIV: La Asunción Les Veilleurs de Nuit Dirección y violín: Alice Piérot
Las Sonatas del Rosario de Biber son una de las grandes obras
para violín de todo el Barroco. La obra contiene quince sonatas para violín y
continuo, más la Passacaglia para violín solo. Compuestas hacia 1670, no
se conserva la portada del manuscrito -que descansa en la Biblioteca del
Estado de Baviera en Múnich- por lo que se desconoce el nombre real que
pudieron haber tenido estas piezas, de ahí que hayan recibido diferentes
denominaciones: Sonatas del Rosario, del Misterio, etc.
La obra está dividida en tres partes y cada una de ellas incluye cinco
sonatas con sus correspondientes títulos descriptivos. La primera, "Los
Cinco Misterios Jubilosos", trata desde la Anunciación al Nacimiento de
Jesús y su infancia. El siguiente grupo, "Los Cinco Misterios
Dolorosos", se centra en los diferentes episodios de la Pasión y, las
cinco últimas, "Los Cinco Misterios Gloriosos", cubre desde la
Resurrección y Ascensión hasta la Coronación de la Virgen.
Aunque la música no sea estrictamente programática sí se
puede percibir el elemento narrativo sin olvidar también el marcado
simbolismo. Hay razones para pensar que la obra se podía haber escuchado en
el contexto de los rezos del Rosario con numerosas oraciones intercaladas. Se
sabe que en aquella época había en Salzburgo numerosas congregaciones que se
reunían para contemplar dicho rito. De hecho, tanto el propio compositor como
su esposa pertenecían a sendas hermandades religiosas activas en Salzburgo,
ciudad en la que vivió y murió Biber.
Una de las características más llamativas de las Sonatas del Rosario
-y que también se encuentran en otras obras de Biber- es el uso de la scordatura
(afinación desigual) que produce un singular efecto. Excepto la primera y
última sonatas, las demás hacen uso de este recurso expresivo por lo que hay
hasta quince afinaciones diferentes. El caso más llamativo es la Sonata XI,
La Resurrección, en la que las dos cuerdas centrales del instrumento se han
de cruzar antes del puente y otra vez en el clavijero formando una especie de
doble X.
En 1840, Mendelssohn fue "invitado" -es decir,
convocado- a la corte del nuevo rey de Prusia, Federico Guillermo IV. El rey
deseaba que el mecenazgo de las artes fuera una prioridad principal de su
régimen, y por lo tanto atrajo a Berlín a poetas, pintores, músicos e
intelectuales. La intención de Federico Guillermo era buena, pero era un
soñador que tenía más ideas de las que jamás pudo poner en práctica. Quería que
Mendelssohn, por ejemplo, no sólo estuviera a la cabeza del departamento de
música de la Academia Real de las Artes, sino también que iniciara un nuevo
conservatorio que fuera el centro de la vida musical alemana.
La familia del compositor le apremió a aceptar el cargo. Su madre, que había
enviudado recientemente y vivía en Berlín, estaba especialmente ansiosa de que
su hijo regresara a la ciudad donde había pasado su infancia. Mendelssohn se
sentía poco dispuesto, porque nunca le había gustado Berlín y porque estaba
seguro de que sus ideas liberales chocarían con el conservadurismo del rey. Además,
sabía que dispondría de poquísimo tiempo para componer la música que a él le
gustaba escribir. Uno de sus muchos proyectos era un concierto que había
prometido a su viejo amigo, el violinista Ferdinand David. Pero por fin
Mendelssohn aceptó: cuando un rey invita, el súbdito acude. El compositor
estaba entusiasmado con la idea de trabajar en la ciudad más grande de Alemania
y ansiaba tocar con los grandes conjuntos de Berlín así como componer para
ellos.
Tras complicadas negociaciones respecto de sus exactas obligaciones y cargo,
Mendelssohn se mudó con su familia a la capital prusiana en 1841. Obtuvo
permiso para dejar su cargo como director de la Orquesta Gewandhaus de Leipzig
durante un año. El primer violín Ferdinand David, para quien Mendelssohn estaba
escribiendo el Concierto para Violín,
asumió el cargo de director, en el que le sucedió, cuando el compositor se
quedó en Berlín, Ferdinand Hiller y luego Neils Gade (a quien le tocó el honor
de dirigir el concierto cuando finalmente estuvo listo en 1845).
Una vez en Berlín, Mendelssohn se topó con una serie de frustraciones. Los
músicos de la orquesta no eran tan consumados como los de Leipzig y
experimentaban hostilidad hacia él. Además, los burócratas con los que tenía
que lidiar en la corte eran evasivos y poco cooperativos. Del ministro de las Artes,
a través del cual debían canalizarse todas las peticiones de Mendelssohn, el
compositor dijo: "Parece haber jurado la muerte a todo emprendimiento
intelectual libre. Tiene miedo de un ratón." Se sumó a la infelicidad de
Mendelssohn la muerte inesperada de su madre en 1842.
El compositor trabajaba en exceso y estaba deprimido. Se le exigía enseñar,
componer para el Teatro Real y para los servicios de la iglesia y dirigir una
orquesta y un coro. También tenía que habérselas con la estupidez oficial y la
insensibilidad. Por ejemplo, se le pidió poner música a un poema
"patriótico" que verdaderamente se oponía a la libertad de Alemania
(para su buen nombre, Mendelssohn se negó a llevar a cabo esta tarea, aunque sí
dirigió el arreglo de un tal Konradin Kreutzer). Su infelicidad cobró su
tributo en su música. Durante esos años en Berlín se le exigió escribir música
incidental -en su mayor parte vacía y ahora casi olvidada- para las
producciones Antígona y Edipo en Colona de Sófocles y para Athalia de Racine. La única excepción
fue la maravillosa música para Sueño de
una Noche de Verano de Shakespeare, que había comenzado a los 17 años y que
ahora terminó, a petición del rey. Un cortesano "hizo un cumplido" al
compositor respecto de su nueva pieza: "¡Qué lástima que haya
desperdiciado su bella música en una obra de teatro tan estúpida!"
Los planes del rey para el nuevo conservatorio no llegaron a nada. Mendelssohn
había aportado con mucha fe una serie de ideas bien meditadas, pero el rey,
como verdadero diletante que era, había trasladado su entusiasmo a otros
proyectos. La idea de la escuela quedó "en suspenso",
indefinidamente. El compositor le escribió a un amigo: "Grandes planes,
exiguos logros; enormes exigencias, pocas concreciones; crítica sofisticada,
músicos miserables."
Mendelssohn estaba preparado para marcharse. Pero el rey le halagó y le conquistó para
que se quedara. Su carga de trabajo fue aliviada y se le dio la libertad de
viajar. Pero el rey resultó ser un tramposo: la mayor parte de lo prometido
nunca se materializó. Mendelssohn regresó momentáneamente a Leipzig, donde
logró fundar un nuevo conservatorio. Esta escuela, que había sido planeada
tiempo atrás, cumplía con todos los ideales que Federico Guillermo había
deseado para Berlín, pero que era reacio a llevar a cabo. El estelar plantel de
profesores incluía al violinista David (que todavía esperaba pacientemente el Concierto para Violín de Mendelssohn),
al compositor Robert Schumann y al teórico musical Moritz Hauptmann.
Mendelssohn regresó a sus deberes oficiales y a sus frustraciones no oficiales
en Berlín. Hallaba opresivo el entorno social de la corte y su salud comenzó a
sufrir (murió tres años más tarde, a la edad de 38 años). El rey Federico Guillermo
simuló estar confundido cuando supo que su muy bien pagado servidor deseaba la
libertad completa, pero finalmente se avino, con la condición de que
Mendelssohn estuviera disponible para futuros encargos e interpretaciones. El
compositor dejó Berlín para siempre en 1844; escribió a un amigo: "El
primer paso fuera de Berlín es el primer paso hacia la felicidad." Ya sin
la exigencia de componer obras patrióticas, himnos eclesiásticos y música
incidental, finalmente pudo terminar la obra que había empezado seis años
atrás, el magnífico Concierto para Violín.
Aunque el propio Mendelssohn era violinista y anteriormente había escrito otro Concierto para violín (a la edad de 15
años), repetidamente buscaba el consejo de su amigo David. Como resultado, el Concierto en Mi menor es una integración
magistral de virtuosismo y musicalidad. Está lleno de líneas melódicas que
brotan del violín aparentemente sin esfuerzo y sin embargo explota totalmente
el potencial técnico del instrumento. El final en particular presenta un
virtuosismo desenfadado y verdaderas melodías integradas en uno de los scherzos
maravillosamente endiablados de Mendelssohn. Es esta combinación de virtuosismo
y lirismo la que ha hecho que el concierto fuera apreciado por generaciones de
violinistas y oyentes.
El concierto tiene también su cuota de innovaciones. Se puede considerar, por
ejemplo, el modo en el que los movimientos están enlazados entre sí. Un fagot
sostiene una sola nota todo el tiempo desde el último acorde del primer
movimiento, creando un lazo armónico con el segundo movimiento. Ese movimiento
avanza sin pausa hacia una sección de transición que lo vincula con el final.
El primer movimiento incluye una cadenza
escrita por completo. Tradicionalmente, la cadenza
se deja a la improvisación, composición o elección del solista. Por lo general,
se la presenta justo antes del cierre del primer movimiento, en un punto en el
que el camino hacia adelante del concierto se detiene por un instante de modo
que el solista pueda exhibir su virtuosismo. Este pasaje amplio y sin
acompañamiento por lo general tiene no tiene demasiado que ver con la
estructura de la obra. Mendelssohn trató de integrar la cadenza a la forma, así que la situó antes, dentro del movimiento.
Sirve de transición entre la sección de desarrollo y la recapitulación. Ahora
que la cadenza tiene un papel
estructural importante, su forma y armonía ya no pueden quedar libres al
capricho del solista. De manera que Mendelssohn escribió exactamente lo que el
solista debía tocar, teniendo especial cuidado (y pidiendo el consejo de David
al respecto) de que no obstante diera al virtuoso amplia oportunidad de exhibir
su habilidad. En los movimientos segundo y tercero no existe cadenza, pero la modulación perpetua del
final brinda constantemente al violinista una figuración imaginativa que
promete llamar la atención y, al mismo tiempo, deleitar a los oyentes.
Coro Infantil de la Iglesia de los Sacramentos de Breda
Orquesta y Coro Barrocos de Ámsterdam
Ton Koopman, director
La más grande historia jamás
contada (The Greatest Story Ever Told) fue una típica superproducción
de Hollywood, dirigida en 1965 por George Stevens y protagonizada por Max von
Sydow. Como tantos otros empeños cinematográficos por llevar a las pantallas la
Pasión y muerte de Cristo, excepción hecha quizá de Il Vangelo secondo Matteo de Pier Paolo Pasolini, la
película se quedó en la epidermis narrativa de los hechos, desprovistos de gran
parte de su trascendencia espiritual en aras de potenciar los aspectos más
dramáticos de la historia, una tendencia que alcanzó cotas especialmente
sanguinolentas en la reciente y controvertida The Passion of the Christ del fervoroso Mel Gibson.
Pocos —salvo probablemente, de
nuevo, Pasolini, que prefirió prescindir del rojo y nos sirvió su propuesta en
un contundente blanco y negro— alcanzaron a comprender que el modelo a imitar
había quedado fijado hace casi tres siglos, cuando los fieles de Leipzig debieron de
asistir, anonadados, a la primera interpretación de la Pasión según San Mateo (o, como reza el título del
manuscrito autógrafo, en latín, la Passio Domini Nostri Jesu Christi secundum Evangelistam
Matthæum) de Johann
Sebastian Bach, que culminaba así una práctica secular de declamar la
crucifixión y muerte de Cristo durante los oficios de Semana Santa que se
remontaba a la Edad Media. Caracterizado en principio por una gran economía de
medios, el género fue poco a poco independizando las voces de los protagonistas
de la narración bíblica y acentuando las diferencias estilísticas entre unas y
otras.
Bach se apartó de la tradición que
representaba su más ilustre antecesor en este campo, Heinrich Schütz, en cuyas
Pasiones alternaban recitativos y breves coros polifónicos a cappella, y se decantó por construir sus
obras utilizando un esquema formal muy similar al elegido para sus cantatas. Se
trataba a la postre en ambos casos de composiciones litúrgicas, en un caso de
una duración breve, ya que su destino era el servicio divino que tenía lugar todos
los fines de semana y en la celebración de las fiestas más importantes del
calendario eclesiástico, y en el otro de una entidad mucho mayor, puesto que
así lo exigía un relato de una extensión considerable, integrado por una
sucesión de acontecimientos claramente individualizables (Última Cena,
Negaciones de Pedro, Oración en el huerto de Getsemaní, Prendimiento,
Crucifixión, Muerte) que reclamaban un tratamiento pormenorizado, y que se
interpretaba sólo con periodicidad anual el día de Viernes Santo.
No hay ninguna narración,
inventada o real, que haya alcanzado en la cultura occidental una difusión
semejante a la de la crucifixión y muerte de Cristo. Ello se explica no sólo
por su fuerza dramática excepcional, sino porque en él convergen los pilares fundamentales
en que se asienta la fe cristiana. Aunque han sido muchos los compositores que
se han servido de ella en el curso de los siglos (hay ejemplos muy recientes de
Wolfgang Rihm o Sofia Gubaidulina), ninguno ha trascendido su misterio o
ahondado en los símbolos que lo pueblan como Johann Sebastian Bach. Tal y como
la entendió el músico alemán, en su obra no sólo se relatan unos hechos.
También se interiorizan para, a continuación, reflexionar profunda y
pausadamente sobre ellos, en privado o como parte del colectivo que, en clara
comunión con una interpretación de la que quiere formar parte, entona los
corales. A diferencia de la liturgia católica en latín, cuya música había
alcanzado dosis tan altas de refinamiento y complejidad que había dado lugar a
un cierto alejamiento por parte de la congregación de la vivencia personal del
hecho religioso, la liturgia protestante incidió desde un primer momento en la
inteligibilidad de los textos y en la participación activa de la congregación.
De ahí que la obra se desarrolle íntegramente en la lengua vernácula de los fieles
de Leipzig −la ciudad en que vio la luz por
vez primera en 1727, y no 1729, como se había venido creyendo tradicionalmente
hasta la nueva cronología fijada en 1975 por Joshua Rifkin− y que tenga como torso a ese prodigio literario que es la traducción
alemana de la Biblia realizada por Lutero.
La Pasión según San Mateo es el lugar de encuentro de
todas las conquistas formales y estilísticas alcanzadas por Bach a lo largo del
intenso y enriquecedor proceso compositivo de las cantatas, por un lado, y de
su antecedente más inmediato, la Pasión según San Juan, por otro. En ese sentido, ocupa una posición semejante
a la de la Misa en Si menor, El clave bien temperado o El arte de la fuga, obras todas de Bach que son,
asimismo, un compendio de saberes anteriores, un punto de encuentro de
experiencias pasadas, un reto para generaciones futuras.
La Pasión según San Mateo es una obra enriquecedora
porque, a pesar de seguir con esmero las más mínimas inflexiones de un texto
narrativo pródigo en símbolos, basa una buena parte de su fuerza expresiva en
la dialéctica entre fuerzas opuestas. De la interrelación (que puede traducirse
en hegemonía, enfrentamiento, unión, complicidad...) entre los dos coros, las
dos orquestas, los dos grupos de solistas, los dos bloques instrumentales
encargados de traducir el bajo continuo, surge el vigor constantemente renovado
que recorre la narración de principio a fin y la estructura formal que la
vertebra con asombrosa perfección.
En nada le afectan los préstamos
que, según una tradición inveterada en Bach y perfectamente asumible en una
persona con la magnitud de sus obligaciones compositivas, asoman en diferentes
momentos de la obra. La tensión dramática no decae un solo momento y Bach, que
es muy probable que estuviera lejos de ser ese compositor místico, transido por
la fe y entregado ciegamente a su labor de propagador de la causa luterana que
muchos han querido presentarnos (ha llegado a ser bautizado como “El Quinto
Evangelista”), ordena y mueve sus piezas con la precisión de un ajedrecista.
Consciente de estar escribiendo una música funcional −toda obra litúrgica forzosamente lo es−, Bach está
obligado a respetar ciertas convenciones, pero su sujeción a algunos de los
patrones impuestos por la tradición corre parejo a su pericia para elevarse por
encima de ellos.
Cuando concibe la obra, el
compositor acaba de franquear la cuarentena y se encuentra en un momento de
esplendor creativo. Leipzig aún no le hastía, su puesto de cantor de la
Thomasschule lo mantiene en contacto constante con la música práctica (él ya se
bastaba por sí solo para especular en privado), compone cantatas de una calidad
sobresaliente semana tras semana, retoma y retoca composiciones anteriores, está
al tanto de cuanto se hace musicalmente en Europa, perfecciona su técnica. Las
cantatas constituyen su principal banco de pruebas de cara a las Pasiones,
donde conviven a gran escala recitativos, ariosos, arias, coros, corales y
diversos instrumentos obbligati, incluida la cada vez más
infrecuente viola da gamba, que tiene
confiadas dos arias decisivas de la composición. La Pasión según San Mateo se erige, por tanto, en una
suerte de cenit de esos primeros años lipsienses de feracidad creativa y es
rica en el empleo de los procedimientos técnicos y retóricos más diversos, que
vienen dictados tanto por razones estrictamente musicales (una partitura de
estas dimensiones ha de recurrir inevitablemente a la variedad) como por la
pura interpretación religiosa que Bach brinda de los hechos expuestos. Si en
este último caso el compositor pudo dar rienda suelta a su libertad personal
como creyente y como experto conocedor de la tradición litúrgica y teológica
luterana, en el primero Bach hubo de ceñirse a la hora de dar concreción a sus
ideas a los instrumentistas y los cantantes que el concejo de Leipzig ponía a
su disposición. Pero las restricciones a lo que quizá fueran sus verdaderos deseos
nunca fueron un obstáculo para un compositor dotado de una intuición dramática
colosal. Son estas circunstancias y no otras las que explican en buena medida
las notorias diferencias existentes entre la Pasión según San Juan y la Pasión según San Mateo, que sirven a idéntico fin desde planteamientos muy diversos.
Philipp Spitta, por ejemplo, el
gran biógrafo de Bach que ha visto cómo muchas de sus afirmaciones y
suposiciones −especialmente las referentes a la cronología de la producción
bachiana− se han visto rebatidas posteriormente, fue uno de los primeros en
adjudicar a la obra que hoy escucharemos una posición de superioridad respecto
de la Pasión según
San Juan. Veía en
ésta una obra menos contrastada, con una fuerza expresiva más modesta (¿por qué
no simplemente menos cercana de la sensibilidad decimonónica?), carente de
monumentalidad, todo ello consecuencia directa del tono algo distanciado
adoptado por Juan respecto de los dramáticos hechos relatados. La figura de
Jesús aparece también en la obra posterior más ennoblecida y humanizada, mientras
que los textos poéticos añadidos, salidos de la mano de un libretista conocido
(Picander), realzan y alternan con mayor fluidez con la propia narración
evangélica, que les sirve indefectiblemente de punto de partida e inspiración.
Para acentuar la situación de certidumbre de una e incertidumbre de otra,
contamos con una partitura autógrafa de Bach realizada en 1736 que recoge la
que podría considerarse la versión definitiva de la Pasión según San Mateo, la que sirve de base de todas las
interpretaciones actuales; de su antecesora, sin embargo, no nos ha llegado
ninguna versión sancionada por la auctoritas de Bach, ya que éste comenzó a preparar a finales de la
década de 1730 una copia autógrafa a limpio que quedó bruscamente interrumpida
tras el décimo folio. Y no sólo eso, sino que tenemos constancia de la
existencia en su día de hasta cuatro versiones diferentes (lo que no excluye la
posibilidad de que no fueran más en su momento) que exhiben divergencias
manifiestas entre sí y que se hallan envueltas, asimismo, en un cierto aura de misterio,
hasta el punto de que la propia datación precisa de dos de ellas se presenta
como una empresa plagada de dudas y dificultades.
Desde que, con sólo veinte años,
Felix Mendelssohn reclamara para sí un importante capítulo de los libros de
historia al dirigir en la Singakademie
berlinesa, fundada por su abuela materna, la primera recuperación moderna de la
Pasión según
San Mateo de Bach el
11 de marzo de 1829, en lo que entonces se consideraba el centenario del
estreno, una y otra han figurado de manera prominente en el canon musical
occidental y se programan con asiduidad en todo el mundo.
Sólo las grandes obras maestras
admiten un acercamiento tan reiterado y, al mismo tiempo, tan plural. Piero
Buscaroli, que ha intentado limpiar de impurezas la imagen deformada que nos
legó de Bach la Alemania decimonónica, tan orgullosa de haberlo recuperado y
rescatado del olvido, se ha referido a la Pasión según San Mateo como a una “Ilíada cristiana, clímax supremo de la religiosidad luterana”.
Es atinada la comparación, porque la gesta troyana y la cólera de Aquiles
contadas por Homero admiten también
infinitas lecturas. Por ello tiene igualmente sentido escuchar año tras año la Pasión según San Mateo de Bach.
Su riqueza musical y su polisemia
conceptual son tan grandes que es imposible, por bien que creamos conocerla,
que nos provoque el hastío. Estamos, al fin y al cabo, ante una historia
contada (y cantada), por más que su partida de nacimiento quiera situarla en un
lugar y un momento histórico muy precisos, de modo intemporal.
¿Cómo escuchar la Pasión según San Mateo? Lo esencial es quizá, debe
insistirse en ello, no perder de vista en ningún momento que estamos ante una
obra litúrgica y, por tanto, funcional. Aunque hoy acostumbremos a oírla
cómodamente instalados en el salón de nuestra casa o, como hoy, en una moderna
sala de conciertos, su ámbito natural es una iglesia protestante, con las dos
orquestas y los dos coros enfrentados, y en el seno, por supuesto, de un
servicio litúrgico de Viernes Santo. Este es el marco espacial y verbal para el
que fue concebida y en el que, al menos, habremos de situarnos mentalmente. Las
arias no sirven a un propósito teatral y los coros nada tienen que ver con las
exclamaciones de un colectivo determinado en una ópera. Al margen de la pura
belleza sensual, y sin que importe para ello el credo que profesemos, la Pasión según San Mateo debe escucharse como una obra
religiosa. Sólo así puede entenderse su estructura, el papel desempeñado por
los corales que la atraviesan sin cesar (estas sencillas melodías constituyen
la máxima encarnación de la música luterana y la simiente principal del esplendor
del Barroco musical alemán) o la simbología que alienta tras el recurso a
determinadas soluciones musicales. Resulta también por ello imprescindible
seguir en todo momento los textos cantados. La simbiosis entre música y palabra
es un componente esencial de la obra, como lo es en una ópera de Verdi o en el Officium Defunctorum de Tomás Luis de Victoria.
Renunciar a saber qué canta Jesús en sus ariosos, la turba en sus coros, los
solistas en las poéticas reflexiones de sus arias, el Evangelista en su
personal relato de los hechos (su empatía le impele a hacer suya por
anticipado, por ejemplo, la pesadumbre de Pedro tras sus tres negaciones) o la
congregación en los corales equivale a ignorar la función primordial a la que
sirve esta música: ilustrar, en el más alto sentido del término, e iluminar una
historia inmortal.
Acabemos estas líneas volviendo
al principio, con otra breve referencia cinematográfica. El único director que
ha sabido plasmar en imágenes el significado, la fuerza y el misterio de la fe
(Carl Theodor Dreyer en Ordet, capaz de
emocionar y turbar al espíritu más agnóstico) acarició durante años la idea de
poner fin a su carrera filmando la Pasión de Cristo. Llegó a concluir el guión
de su Jesús, pero la muerte lo sorprendió
antes de poder encontrar la financiación necesaria para realizar la que, sin
ningún género de dudas, habría sido una de las más grandes realizaciones artísticas
de los mismos hechos históricos que inspiraron a Bach. Estas son las últimas
frases de su guión: “[Un plano largo. El centurión sentado con unos pocos
soldados que han recibido la orden de quedarse hasta que todos los crucificados
estén muertos. Los verdugos se han ido. Los soldados han abierto sus morrales y
empiezan a comer. Por medio de un fundido los soldados y las cruces de los dos
revolucionarios desaparecen lentamente. La cruz con Jesús permanece. Vemos la sombra
de la cruz alargándose hasta que sobrepasa el marco de la imagen]. Narrador: Jesús muere, pero en la muerte
logró lo que había empezado en la vida. Su cuerpo fue asesinado, pero su
espíritu vivió. Sus enseñanzas inmortales llevaron a la humanidad por todo el
mundo la buena nueva del amor y la caridad predicha por los profetas judíos de
la antigüedad”.
En el Nekrolog redactado por Carl Philipp
Emanuel Bach y Johann Friedrich Agricola para la Musikalische Bibliothek de Lorenz Mizler, se afirma claramente
que Bach compuso “Cinco Pasiones, entre las que se encuentra una a dos coros” (Fünf Paßionen, worunter eine
zweychörige befindlich ist), referencia inequívoca esta última a la obra que escucharemos hoy, cuya
sombra es tan alargada como la de esa cruz que ponía fin al Jesús que imaginó Dreyer. Esas tres
Pasiones hoy perdidas habitan en el mismo mundo que ese Jesús que jamás veremos. La película llegó a existir únicamente en la
mente del director danés; las pasiones sí sonaron en su día, pero tan elocuente
y dolorosa es hoy la blancura de una como el silencio de las otras.
Alfredo Kraus, Pablo Elvira, Joan Sutherland, Paul Plishka, Jeffrey Stamm, Ariel Bybee Orquesta y Coro de la Metropolitan Opera de Nueva York Richard Bonynge, director
Lucía de Lammermoor
(título original en italiano, “Lucia di Lammermoor”) es un drama en tres actos
con música de Gaetano Donizetti y libreto en italiano de Salvatore Cammarano,
basado en la novela The Bride of
Lammermoor de Sir Walter Scott.
En el Acto II se efectúa ante el notario la boda de conveniencia de Lucía y Arturo. Cuando ya han firmado los contrayentes, aparece Edgardo, el verdadero enamorado de Lucia, que al ver la firma de ella en el documento le tira el anillo que Lucía le dio antes de partir en misión diplomática. Arturo y su cómplice Enrico, el hermano de Lucía, quieren atacar a Edgardo y lo harían si no fuera por la conciliadora intervención de Raimondo. La situación sin embargo, tiene todo el aspecto de que va a acabar en tragedia. Todo esto sirve para oír un sexteto, “Chi mi frena in tal momento?”, de una envergadura musical impresionante, en el que cada voz expresa una emoción y está considerado como uno de los grandes concertantes o conjuntos de la ópera de todos los tiempos.