viernes, 14 de noviembre de 2014

Wolfgang A. Mozart: Misa en do menor KV 427

 
Barbara Bonney, soprano
Anne Sofie Von Otter, mezzosoprano
Anthony Rof Johnson, tenor
Alastair Miles, bajo
 
Coro Monteverdi
Solistas Barrocos Ingleses
John Eliot Gardiner, director
 
Casi la totalidad de la producción sacra de Mozart fue compuesta entre 1765 y 1780-81, es decir, mientras estuvo al servicio del príncipe-arzobispo de Salzburgo. A partir de 1781, el Mozart maduro y libre, instalado en Viena, no producirá más que tres obras religiosas: la monumental e inacabada Gran misa en do menor, KV 427 (1783) y, en el último año de su vida (1791), el motete Ave verum, KV 618 y el Réquiem, KV 626.
En el catálogo de obras religiosas de Mozart hay 19 misas; 34 pequeñas composiciones sacras (motetes, ofertorios, kyries, salmos, antífonas); 4 letanías; 2 vísperas; 2 magníficat y diversos oratorios; cantatas (entre las que se incluyen las obras compuestas para la masonería, "religiosas" en el sentido más estricto); y un singspiel sacro.
En las misas cabe diferenciar entre las breves y las mayores o solemnes. En las primeras destaca la Missa brevis en sol mayor, KV 49, compuesta a los 12 años, la Missa brevis en re menor, KV 65, escrita para la Cuaresma de 1769, la Missa brevis, KV 220 o "Misa de los gorriones", la Missa brevis en do mayor, KV 258 ("Misa Spaur") y la Missa brevis en do mayor, KV 259 ("Misa del solo de órgano"). Entre las misas mayores o solemnes merecen especial interés la Gran misa en do menor, KV 427, la Missa solemnis en do mayor-menor, KV 139, llamada "Misa del Orfanato" y compuesta en Viena a los 12 años de edad, la Missa Dominicus, KV 66, de 1769, la Missa Trinitatis, KV 167 (1773), la Missa solemnis, KV 337 y la Misa de la coronación, KV 317 (“Krönungsmesse”).
En el apartado de pequeñas obras sacras destacan por su interés el ofertorio Inter natos mulierum, KV 72 (1771), el motete Exultate, jubilate, KV 165, para voz de soprano y que incluye un popularísimo aleluya final, el ofertorio Venite populi, KV 260, el gradual Sancta Maria, KV 273, el oratorio Betulia liberata, KV 118, las Vísperas solemnes de un confesor, KV 339, con el maravilloso solo para soprano "Laudate Dominum", acompañado de coro, el Kyrie en re menor, KV 341, y el archiconocido motete Ave verum, KV 618, en el que Mozart expresa de forma magistral la angustia y la tristeza de la crucifixión de Cristo.
Por último, se debe destacar su obra póstuma e inconclusa, el Réquiem en re menor, KV 626, en el que la crítica y la tradición creen ver una especie de testamento espiritual del maestro.
 
Misa en do menor
Misa solemne en Do menor, KV 427 (417ª), Gran Misa.
Solistas (soprano, soprano/contralto, tenor y bajo), coro y orquesta (flauta, 2 oboes, 2 trompas, 2 fagotes, 2 trompetas, 2 trombones, timbales y órgano)
Compuesta entre agosto 1782 y mayo de 1783, en Viena.
Estructura
Kirie
Gloria:
Gloria
Laudamus te
Gratias
Domine
Qui tollis
Quoniam
Jesu Christe
Cum Sancto Spiritu
Credo:
Credo
Et incarnatus est
Sanctus
Benedictus
En enero de 1783 Mozart escribe desde Viena a su padre: “La mitad de la misa... la cual está descansando ahí felizmente.” Está pudo haber sido únicamente la misa en Do menor, la cual vio su comienzo en el verano de 1782, siguiendo una promesa hecha a su desconfiada novia Constanza. Que este solo voto haya sido la única motivación para que Mozart escribiera este monumental trabajo, es poco creíble. Parece más probable que haya nacido del contacto que Mozart tendría con las obras de J. S. Bach, que descubrió en un viaje con el barón von Swieten, que acabó provocando en él una crisis de creatividad. Cuando a finales de julio de 1783, Mozart finalmente realiza su pospuesto viaje a Salzburgo para presentar a su esposa a su padre y a su hermana, lleva las partes completas de la Misa con él. Y ahí comienza el hasta ahora no resuelto enigma de esta obra y su primera representación.
Según recientes investigaciones, incluidas en el artículo sobre la Misa en do menor en el “Neu Mozart-Ausgabe,” la presentación  en la abadía de San Pedro en Salzburgo, no tuvo lugar el 25 de agosto, como primero se suponía, sino el 26 de octubre de 1783.
Mozart tuvo tiempo suficiente para completar la Misa durante los meses de estancia en Salzburgo. ¿Por qué no lo hizo, si además no tenía otras tareas que atender? Si como se desprende de una carta de Constanza a su editor André el 31 de mayo de 1800, la Misa en do menor fue presentada en San Pedro, ¿qué hizo Mozart para completar la obra?
Mozart completó el Kyrie y el Gloria y el gran solo de cuarteto del Benedictus. En el Et incarnatus únicamente había escrito la parte vocal del aria de coloratura, las tres partes obligadas de las maderas, los dos ritornellos orquestales y el bajo continuo. La parte de las cuerdas se ha perdido.
Alois Schmitt, H.C. Robbins Landon y, más recientemente, Franz Beyer han completado las partes que faltan en el aria de soprano, el Sanctus y el Hosanna y así la obra ha quedado lista para su interpretación.
Siempre sombrío, el monumental Kyrie, con su contrapunto imitativo y su parte coral soportada por los trombones, pone de manifiesto la evolución de  Mozart respecto a sus primeras Misas. En el Christe eleison el lirismo reconfortante del solo de la soprano se fundamenta en las intervenciones del coro, antes que la penumbra regrese con el segundo Kyrie. La ligereza del Allegro vivace” de los coros del Gloria es seguida por el aria para soprano del Laudamus te, acompañada por cuerdas, oboes y trompas, una alegre pieza de extremada coloratura. Luego el monumental coro en cinco partes Gratias agimus relampaguea en un movimiento homofónico de un bloque de acordes en la menor.
El dueto para dos sopranos Domine Deus en re menor, es una sorprendente e imitativa pieza, acompañada únicamente por las cuerdas.
El Qui tollis es el clímax expresivo de la obra. Se trata de un poderoso doble maderas al completo que transforma la demanda de piedad en un llanto de súplica.  La influencia de Bach y Haendel en este número es clara. El allegro del Quoniam, un trío en mi menor para dos sopranos y tenor, es seguido por un coro en adagio en el Jesu Christe, de únicamente seis compases. Este finaliza en la séptima dominante de do mayor, que desemboca inmediatamente en el Cum sancto spiritu, una fuga breve en do mayor, con un tema compactado presionando hacia delante en corcheas que pasa gradualmente en agitadas octavas, las cuales producen una rica textura de contrapunto imitativo. Este expansivo final de fuga es una pieza maestra de un estilo severo basado en los grandes maestros del Barroco.
El Credo (Allegro maestoso) es un coro homofónico en cinco partes. La expansiva aria siguiente Et incarnatus, es un pieza de lucimiento para sopranos de gran coloratura, finalizando en una cadenza de virtuosismo en la forma de un dueto para voz y flauta. Unas veces se considera esta parte como “operística”, y fuera de todo lugar y otras, como ingenua y piadosa música navideña. Es de un encanto especial, con la flauta como solista, oboe y partes de bajo, a la vez que estilísticamente inconsistente con la monumental expresividad y el estilo de la obra como un todo. Las partes reconstruidas comienzan con el Sanctus para doble coro y el Hosanna, que están reforzadas por las partes de trombón escritas por el propio Mozart. El sorprendente y expresivo cuarteto del Benedictus es acompañado por una condensada repetición de los dobles coros del Ossana.
El por qué Mozart regresa al estilo de la Misa Napolitana, que ya estaba realmente fuera de moda e incluso había sido prohibida en Viena, pone de relieve las decisivas influencias de la música de Bach y Haendel. Mozart no completó la Misa una vez producido su retorno a Viena, sino que rescató parte de ella para el oratorio David penitente,  lo que puede estar relacionado con la normativa dictada por el Emperador José II, que denegaban cualquier oportunidad para la realización de tales misas.
Sobre la ejecución de esta misa en Salzburgo, existen unos apuntes del diario de la hermana de Mozart, Nannerl: “El 23 a las 8, en la casa de la capilla, ensayo de la misa de mi hermano, en la que mi cuñada cantó “a solo”...”
Como en muchas partes de la vida de Mozart queda aquí expuesto, la descripción de la gran misa de Viena, que ha permanecido por causas extrañas incompleta por la mano del mismo Mozart, lleva a pensar si realmente esta misa nunca se llevó a cabo en el casamiento de Mozart en Viena y quizá por algún dato erróneo se piense que estuvo incompleta y como otras veces se hayan perdido las partes en el caos que el mismo tiempo y las múltiples obras que permanecían en la mesa de Mozart,   se hayan traspapelado y tirado por accidente, o tantas circunstancias que pudieron haber acontecido para la falta de estas partes. Las cartas mismas no ayudan a subsanar el destino de su presentación y las partes de las mismas.
 

Wolfgang A. Mozart: Concierto para piano nº 23 en la mayor KV 488

Radu Lupu, piano
Orquesta Filarmónica de Viena
Sándor Végh, director
 
Concierto para piano nº 23 en la mayor
I. Allegro
II. Adagio
III. Allegro assai
 
Los conciertos para piano de Mozart son una útil referencia para conocer el grado de popularidad que el compositor tuvo ante la sociedad vienesa, en tantas ocasiones acicate y condicionante de su obra. Doce escribe entre 1784 y 1786 coincidiendo con un momento álgido de su fama: “El primer concierto ha ido muy bien. La sala está a rebosar, y el nuevo concierto que he interpretado ha gustado muchísimo. Por doquier se oye elogiar esta academia. Mañana iba a celebrarse mi primer concierto en el teatro, pero el príncipe Louis Lichtenstein organiza veladas musicales en su casa, y esto no solo me hurta a la flor y la nata de la nobleza, sino que me quita también los mejores elementos de la orquesta. Por eso he aplazado mi concierto a primeros de abril, con el debido aviso estampado. Ahora debo despedirme pues tengo una reunión musical en casa del conde Zichy”. La carta es del propio Mozart y está destinada a su padre. Se cita con frecuencia cuando se escribe sobre el Concierto núm. 23, al que hace referencia, demostrando la notable audiencia que, por entonces, tenían sus actuaciones. He aquí, por tanto, una primera razón que justifica la escritura de la obra.
Fechado en Viena, el 2 de marzo de 1786, el Concierto KV 488 se vincula al escrito en mi bemol mayor, KV 482, y al KV 491 en do menor, todos ellos destinados a las academias celebradas en la Cuaresma del invierno y primavera de 1785 y 1786. Pero un detalle le diferencia de estos, pues hoy se sabe que, con independencia de que la capacidad de reflexión de Mozart corriera a la misma velocidad que su facilidad para la escritura, el Concierto núm. 23 parte de apuntes anteriores. Así lo explicó Alan Tyson en 1987 tras analizar el papel utilizado y comprobar que las primeras páginas del manuscrito son un boceto realizado algunos años antes. Exageradamente se ha dicho que las obras escritas en estas mismas circunstancias son música “en proceso de formación”. Es más sencillo pensar que en Mozart las ideas brotaban con tal intensidad que muchas no pasaron de ser meros borradores a veces nunca utilizados.
El del Concierto núm. 23 debió completarse rápida y eficazmente pues, de forma excepcional, la cadencia del primer movimiento aparece anotada en el propio manuscrito cuando lo habitual era que Mozart la escribiera en una hoja aparte quizá con el ánimo de guardarla para su propio y exclusivo uso. Este tipo de detalles añaden datos interesantes sobre la naturaleza musical de las obras. Tyson señala que el borrador del KV 488, fechado en 1784, comenzó a orquestarse con oboes en lugar de clarinetes que es un novedoso detalle instrumental que colorea singularmente a los tres conciertos antes citados.
Puestos a encontrar relaciones, puede entenderse que el KV 488 sea complementario de KV 482, pues si este suma complejidades al piano y maneja una orquestación más saturada, el primero es delicado, lírico, con una orquesta casi transparente y un límpido tiempo lento en la infrecuente tonalidad de fa sostenido menor. Desde una perspectiva particular es inevitable fijarse en este interesante momento de introspección en el que Mozart fuerza el mensaje convirtiendo en Adagio lo que habitualmente suele ser un andante o andatino. El detalle dice mucho sobre el carácter del fragmento, pues muy pocos compositores se han mostrados tan preocupados como Mozart por fijar sus ideas de manera inequívoca a partir de los tempi. Lo ha explicado Nikolaus Harnoncourt quien se preocupó por relacionar las diversas denominaciones de tiempo empleadas por Mozart encontrando hasta diecisiete matizaciones para el adagio y más de cuarenta para el allegro y el andante. Es obvio, que una serenidad especial acompaña este segundo movimiento dado en otro tiempo a la recreación del intérprete, como bien apoya la versión ornamentada del mismo que ha llegado hasta nosotros proveniente del círculo de alumnos del propio Mozart.
En este sentido se hace valer el argumento de Olivier Messiaen quien llegó a relacionar el fragmento con alguna música de Rameau. Habría que añadir que también con su estilo de carácter más florido aunque en este caso sea necesario matizar que a diferencia del fluir adornado de la música del francés, los conciertos de Mozart representan, según Beniamino dal Fabbro, la constante aspiración a una especie de vocalidad instrumental desencarnada y abstracta, si bien llena de significados expresivos y punzantes alusiones humanas.
He ahí la diferencia entre esta música y muchas otras: que más allá de la eficacia de los temas, la inspiración melódica, la transparente orquestación y la estricta calidad formal (“De todos los conciertos para piano es probablemente el más perfecto, si no el más bello”, explica Messiaen) se impone la profundidad de sentimiento. Para lograrlo, Mozart ha seguido un interesantísimo proceso de depuración en el que las posibilidades expresivas se incrementan al tiempo que se gana en sencillez, claridad y caracterización. Es la “transparencia de una vidriera coloreada” escribió Einstein ante una obra en la que es inevitable encontrar acuerdos con Le nozze di Figaro cuyos últimos compases se escribieron simultaneando algunos otros del concierto.
Con la ópera comparte ternura y aspiración profundamente dramática. Hay que recordar que la tonalidad de la mayor siempre inspiró a Mozart momentos especialmente bellos, de notable amplitud melódica y clara armonización: el trío del balcón, “Ah, taci, ingiusto core!”, de Don Giovanni, “Un aura amorosa” de Così fan tutte, la Sinfonía núm. 29, KV 201, el Concierto 12, KV 414, el Cuarteto núm. 18, KV 464, el Concierto para clarinete, KV 622… que en el Concierto núm. 23 aún se tornan en impetuosidad rítmica, alivio y notable alegría, llegado el Allegro assai final.
Todo es coherente en unos meses culminantes para la carrera de Mozart en Viena. Luego, en el verano de 1786 ante la escasez económica Mozart se enfrentaría a la realidad del olvido hasta el punto de que solo el barón Gottfried van Swieten llegó a figurar entre los suscriptores de sus academias. Quedan, por tanto tres conciertos más para completar el catálogo y, en consecuencia, esporádicas actuaciones como concertista en conciertos ajenos, en recitales privados o matinés dominicales en viviendas de amigos y bienhechores.

domingo, 9 de noviembre de 2014

J. Sibelius: Concierto para violín en re menor, op. 47

 
Vadim Repin, violín
Orquesta Sinfónica de la NHK
Charles Dutoit, director
Las obras más conocidas de Jean Sibelius no se corresponden siempre con las mejores, no porque las más populares no sean obras de calidad, sino porque han ensombrecido a las segundas y han llevado a un conocimiento parcial del compositor finés, y a un reconocimiento escaso de su genialidad.
Pero con el Concierto para Violín y Orquesta, opus 47 no ocurre eso: es una pieza indiscutiblemente genial, y es a la vez una de sus obras más ejecutadas, con más de un centenar de grabaciones. Es además el concierto para violín más interpretado del siglo XX (aunque en honor a la verdad date de sus primerísimos años), no hay virtuoso que se precie desde Jascha Heifetz que no haya desafiado a sus compases.

El estilo de la obra, absolutamente romántico, ha contribuido a este éxito. Hay que señalar que quizá no sea ésta la línea más habitual de Sibelius, al menos del mejor Sibelius, pero no por ello deja de formar parte de su personalidad musical. Es más, esta obra destila emociones personales del autor, está inmensamente unida a su propia experiencia vital. Sin ser una obra autobiográfica (como no lo es prácticamente ninguna obra de Sibelius), estamos ante un trabajo totalmente implicado en el sentir del músico finlandés.
La obra se enmarca de hecho dentro del periodo romántico del autor, donde su música se aproxima al estilo del post-romanticismo de los países nórdicos, con trato exquisito de la melodía y un refinado cromatismo, además de una tendencia hacia el diatonismo sin renunciar a la coloración modal. Este concierto corresponde a un ansia de Sibelius hacia la música pura que ya se había manifestado con sus dos primeras sinfonías, y a una búsqueda de música que, sin perder su personalidad netamente finesa, pudiera llegar al público más allá del país de los mil lagos.
Escuchando el Concierto para violín y orquesta de Sibelius parece difícil contener la emoción. En sus tres movimientos está resumida la pasión de una vida. En ese sentido es como Mahler: cada acorde, cada armonía es un billete directo al corazón, a la dureza de una vida desdichada.
A pesar de que Sibelius estaba superando con este concierto su etapa nacionalista y se sumergía ya en un estilo especial que sería imposible encasillarlo en alguna de las tendencias de su época, en el concierto podemos encontrar aún restos de ese folclore no robado, sino inventado, que impregna de cierto carácter místico y festivo la pieza.
El primer movimiento, Allegro moderato, recurre a una forma sonata que no lo es. El tema inicial tiene un desarrollo orgánico. Como la naturaleza de la que siempre quiso rodearse Sibelius, crece con naturalidad, transformándose, adaptándose… Ese tema que aborda el solista va pasándose de un instrumento a otro, como un mensaje ideal que merece ser recuperado siempre, una frase maestra. El tema se convierte en octavas paralelas, pasa del viento a la cuerda y regresa al solista con una emotividad demoledora. El desarrollo de la cadencia en la que el violín se deshace en florituras es un minucioso y endiablado pasaje en el que el violín aborda notas dobles y triples, acordes de cinco notas que superan las tres octavas y que parecen poner a prueba al violinista más virtuoso. Las partes para la cuerda son fogosas y dan paso a un pasaje en el viento que parece descolocar al oyente, del fuego al mar en calma, de la tormenta a la lastimosa quietud que roza casi el silencio.
Para el segundo movimiento, Adagio di molto, reservó Sibelius su estilo más genuino: el desarrollo lento que tan bien se le daba. El inicio del viento dejando en suspenso la frase recuerda a aquel Debussy que usó las flautas y su timbre como una punta de lanza en obras como el Preludio a la siesta de un fauno. Cuando entra el violín, unos compases después, los legatos toman el poder y la música se hace temperamental de nuevo pero a un ritmo cadencial que nos recuerda a la música de cine. Quizá sea el más romántico de los tres movimientos, pero el finlandés no pierde en ningún momento su identidad a la hora de componer. Aquellos que comparan este concierto con el de Mendelssohn han encontrado similitudes con la obra del alemán, pero Sibelius desgrana aquí una genialidad que Mendelssohn no alcanzó con su ensalzamiento del violín. El concierto de Sibelius es más sólido, mejor construido, quizá por esa obsesión que tenía el compositor por revisar y volver a revisar. Nunca estaba satisfecho con su trabajo. En este movimiento hay tintes del concierto de Chaikovski, pero algunas armonías podrían calificarse casi de wagnerianas.
El Finale es otro mundo. No serán pocos los violinistas que han visto en esta parte, marcada como Allegro, ma non tanto,  un puzzle difícil de abordar, a pesar de que en principio no podría parecer demasiado complejo. Pero esos puntillos del principio encierran la complicada labor de dejar al violín más expuesto que nunca. La orquesta es casi un rumor, un murmullo que acompaña de fondo dando dramatismo étnico a un violín que se deshace en subidas a toda velocidad, a veces con unas notas dobles que ponen a prueba al instrumentista. El concierto de Sibelius no es para cualquiera, y en este último movimiento queda patente. Porque no es solo la complejidad técnica, sino la intención que hay que darle a cada grupo de notas. Y es a la mitad del movimiento cuando Sibelius demuestra de lo que es capaz pero también su rechazo a hacer lo mismo que habían hecho otros antes que él. En un tutti lleno de armonías que conducen a una resolución que parece inevitable, Sibelius corta por lo sano justo antes de llegar al punto culminante y vuelve a poner al violín al mando con la misma frase presentada en un principio.
Como si el tercer movimiento volviese a comenzar y todo lo anterior fuera solo una prueba. El solista tiene a partir de este momento compases en los que toma las riendas con fuerza necesitando adquirir brío y energía. Y es entonces cuando empiezan las frases cromáticas que llevan a una fanfarria fingida por parte de los metales. A partir de esos momentos el violín se mueve en cascada para terminar en una nota seca. El concierto ha terminado y Sibelius se ha dejado el alma en cada sistema.
 

sábado, 1 de noviembre de 2014

El Trombón

Stefan Schulz, trombón bajo
 
El trombón es un instrumento de la familia de viento metal, más grande que la trompeta y de sonido más grave. Es el único de los instrumentos de metal que usa una vara corredera, en vez de pistones, para alargar el tubo.
Los trombones forman una familia en la que existen muchas variantes de tesitura y tamaño. El que se usa generalmente en la orquesta es el tenor, el alto y, a veces, el bajo. La boquilla es similar a la de la trompeta pero un poco más grande.
Historia del trombón
Hasta bien entrado el siglo XVII el trombón era conocido como "sacabuche". Su punto de partida se halla en la trompeta bastarda, muy en uso en la Edad Media. Su empleo comenzó a generalizarse en las últimas décadas del siglo XV. En España fue muy apreciado y llegó a ser insustituible en las agrupaciones de cornetas, chirimías y bombardas, aunque fue en Italia donde obtuvo mayor influencia de la mano de autores como Monteverdi o Andrea Gabrielli. En el Barroco se consolidó su presencia en la orquesta. En los últimos 450 años no se observan novedades ni cambios en la construcción del trombón, excepto pequeñas modificaciones en la campana y en la boquilla. Hoy en día sigue siendo un instrumento indispensable en la orquesta.
 
Cómo se toca el trombón

Como ya se ha dicho, el trombón es el único instrumento de metal que usa una vara corredera. La vara permite alargar el tubo, produciendo así notas asociadas a cada una de sus siete posiciones, de tal manera que puede alcanzarse todas las notas de la escala cromática.
El trombón tiene dos inconvenientes. Uno es que el ejecutante tiene que hacer un breve silencio entre notas, durante el que cambia con rapidez la posición de la vara para preparar la emisión de la siguiente nota. El otro es la dificultad que tiene el instrumento para realizar pasajes rápidos por lo expuesto anteriormente.
Los instrumentos de metal generan una potencia acústica sólo superada por los de percusión. El trombón por ejemplo es capaz de lanzar al aire 5 vatios de potencia sonora. En un fortísimo el metal puede tapar al resto de las familias de instrumentos de una orquesta sinfónica. Sin embargo, las ondas estacionarias en el interior de los instrumentos del metal son similares a las de madera.
 

Audiciones y obras para trombón
Blechschaden : Czardas.
Berlioz: Sinfonía fúnebre y triunfal (Oración fúnebre).
Liszt: Hosannah para trombón bajo y órgano.
Rimski-Kórsakoff: Concierto en mi mayor para trombón y banda militar.
Mozart: Requiem (Tuba mirum).
Jacob: Concierto para trombón.
Saint-Saëns: Cavatina.
Berio: Sequenza V para trombón solo