Antonín Dvořák (1841-1904) representa
en la historia musical de Bohemia un nexo esencial entre Smetana y Janáček.
En efecto, BedřichSmetana (1824-1884) fue quien estableció los cimientos de la tradición checa,
muy ligada al teatro nacional, con un idioma cercano al romanticismo de Liszt.
Por su parte, Leoš Janáček(1854-1928) sería más adelante uno de los creadores que mantuvo
vivos los ideales de la música absoluta en el Siglo XX. Con la colorida Sinfonietta,
su obra final, tuvo oportunidad de expresar su patriotismo, con gran profusión
de ritmos y fanfarrias, a cargo de vientos de madera y metal.
Antonín Dvořák, a su vez, participó
activamente en esta corriente de expresiones, que orientó hacia una poesía más lírica,
próxima a los sentimientos más humanos. En 1874 obtuvo un Premio del Estado
Austríaco, consistente en una pensión anual. La presentación de la obra
"Aires de Moravia" fue decisiva al respecto, ya que le permitió disfrutar
la amistad y generosidad de Johannes Brahms, quien estaba en el jurado
que otorgó el galardón. Su protección hizo posible que Dvořák se
dedicara con exclusividad a la creación, que se orientó desde ese momento hacia
una exposición más personal de su estro creativo, abandonando el lenguaje wagneriano
que lo había nutrido hasta entonces. Poco a poco fue logrando fama internacional
hasta que, en 1892, le fue ofrecida la Dirección del Conservatorio de Música
de Nueva York, que asumiría hasta 1895. En esos tres años compuso algunas
de sus mejores obras: la Novena Sinfonía"Del Nuevo Mundo",
el Cuarteto en Fa Mayor"Americano" y el Concierto
para violonchelo Op. 104. En esta última obra se aprecia la adhesión plena
a la estética de Brahms. Sus líneas gozan de un lirismo cargado de
emoción y es, no solo una de las más bellas creaciones de Dvořák, sino
también una incuestionable obra maestra del repertorio para violonchelo.
Dvořák,
inicialmente, abrigó muchas dudas en cuanto a la eficacia de enfrentar al cello, con una orquesta sinfónica, pues
consideraba que el timbre nasal de las notas agudas y el registro grave del
instrumento constituían un problema delicado, a la hora de lograr un correcto
balance sonoro entre solista y orquesta. Cuando escuchó el Segundo Concierto
de Victor Herbert, solista de la Filarmónica de Nueva York, pudo
comprobar que la inclusión de tres trombones en el movimiento central (amén de
otras novedosas particularidades instrumentales) había redundado positivamente
en el equilibrio orquestal. Por ello, decidió dar forma a su segundo concierto
para cello. Su experiencia registraba
un antecedente pues a la edad de 24 años compuso un concierto en La Mayor,
para violonchelo y piano, que no llegó a orquestar. Entre noviembre de 1894 y febrero
de 1896 dio forma al Concierto en si menor Op. 104.
PRIMER MOVIMIENTO: Comienza con una larga
introducción orquestal, en la que se presentan los dos temas principales. El primero
se escucha en los clarinetes. El segundo es presentado por un solo de
trompa. Por fin hace su entrada el solista, cuya exposición de ambos temas
discurre con formidables muestras de virtuosismo.
SEGUNDO MOVIMIENTO: El movimiento central contiene un emocionado mensaje. En los días en los
que estaba componiendo el concierto, Dvořák recibió la noticia de que su
cuñada Josefina, de quien había estado enamorado en su juventud, se encontraba gravemente
enferma. Ante tan triste hecho decidió insertar en el Adagio la canción
favorita de ella, Lass’ mich allein,
op. 82 nº 1, y lo hizo con detalles conmovedores y una gran ternura.
TERCER MOVIMIENTO: El final es enérgico, con aires de danza campesina, y parece
expresar la euforia que experimentaba el autor ante la proximidad de su regreso
a su tierra natal. Cuando regresó a su patria tuvo noticia de que Josefina
había muerto, por lo que decidió, ante lo irreparable, modificar la Coda
del concierto, incluyendo una rememoración de la canción del Adagio. Un
final impactante cierra magistralmente la obra.
Este concierto fue estrenado por la Orquesta Sinfónica
de Londres y el cellista Leo Stern, el 19 de Marzo de 1896, en Londres.
He aquí la
más admirada -entre otras cosas por sus connotaciones extramusicales- de todas
las Sonatas para violín y piano de Beethoven. Su título completo "Sonata
per il pianoforte ed un violino obbligato, scritta in uno stilo moho
concertante, quasi come d'un concerto", se encuentra ya en un cuaderno de
bocetos para la Op. 47, del año 1803, el año de la "Heroica". La
sonata, realmente un arquetipo de lo que debe ser el diálogo entre dos
instrumentos, se publicó en 1805 por el editor Simrock, de Bonn, y está
dedicada al violinista francés Rodolphe Kreutzer (1766-1831), a quien
Bernadotte había traído a Viena entre el personal de su embajada. Kreutzer era
muy apreciado como virtuoso, profesor y teórico del violín. Beethoven tuvo una
cordial acogida en la embajada francesa gracias a él y, en carta a Simrock del
4 de octubre de 1804, daba a su editor una opinión sobre el violinista: "Este
Kreutzer es un hombre estimable y bueno, que me ha causado mucho placer
mientras estuvo aquí; su sencillez y su naturalidad me son más queridos que toda
la fachada sin interés de la mayoría de los virtuosos".
Sin embargo,
Kreutzer no hizo demasiado caso a la sonata, pese a tratarse de una de las más
grandiosas muestras del genio beethoveniano, o tal vez por eso precisamente,
porque no fue capaz de comprender. Claro que no era sólo él. La siempre,
citada, por sus desaciertos críticos, "Allgemeine Musikalische
Zeitung", estimó que Beethoven había puesto un cuidado especial en ser
original hasta grados cercanos a lo grotesco, calificando de "terrorismo
artístico" a esta colosal sonata. La "Sonata a Kreutzer" tuvo,
en sus orígenes, otro destinatario, el joven violinista mulato, de origen inglés,
George Bridgetower. Él fue quien la estrenó, en los conciertos públicos del
Augarten, el año 1803. Ries ha contado las circunstancias del estreno vienés: «
" La célebre "Sonata en la mayor" había sido escrita para Bridgetower.
Aunque una gran parte del primer "allegro" estaba bastante avanzada,
no iba demasiado aprisa. Bridgetower presionaba a Beethoven para que el día del
concierto estuviera ya acabada, además de que él deseaba estudiar su parte. Una
noche, Beethoven me hizo llamar a las cuatro y media y me dijo: - Cópiame
rápidamente la parte de violín del primer "allegro". Su copista
estaba ocupado entonces. La parte de piano estaba únicamente indicada.
Bridgetower tuvo que tocar el maravilloso tema con variaciones, en "fa
mayor", sobre el propio manuscrito de Beethoven, pues no hubo tiempo de
copiarlo".» Vemos, pues, en qué condiciones hubo de interpretarse esta
obra. Bridgetower debía de ser un artista considerable, pues Beethoven pensó la
"Kreutzer" para él, e incluso
consta que llegó a entusiasmarle tanto en una de las ejecuciones públicas de la
sonata, que se levantó de la banqueta del piano para abrazarle y pedir que
repitiese el pasaje. ¿Por qué, al editar la Sonata, cambió la dedicatoria?. Se
ha especulado sobre el motivo de la ruptura, diciendo que hubo una posible rivalidad
amorosa entre ambos, enamorados de la misma mujer.
El transcurso
de los años viene a borrar las pequeñas y grandes luchas en el nacimiento de
una gran obra, cuando ésta ha traspasado las barreras del tiempo. Y ciertamente,
la "Sonata a Kreutzer" es una de las piezas más universalmente
célebres de Beethoven, interpretada por los más grandes violinistas de todas
las épocas, empezando por Pablo Sarasate, que la incluía entre sus piezas
favoritas. A la fama de la "Sonata a Kreutzer" ha contribuido
enormemente la novela de Tolstoi de ese título, si bien la visión del gran
novelista ruso escapa a las intenciones de Beethoven.
Tovey ha
dicho: "La Sonata a Kreutzer o no necesita de análisis, o éste tendría que
ser muy detallado", y Combarieu: "No hay que buscar en ella la
expresión del estado de ánimo de un personaje, sino considerarla como una obra
de imaginación y de fantasía al servicio del virtuosismo". Uno y otro
aciertan a comunicarnos los valores de inspiración, técnica e intensidad
emotiva de ésta gran sonata, a la que han cuadrado adjetivos como impetuosa, arrolladora,
heroica, demoníaca, trágica, y cuantos similares tratan de explicar con
palabras un contenido, una dinámica, una tensión interna, pura y exclusivamente
musicales.
La
"Sonata a Kreutzer" no está escrita de un solo impulso. Ferdinand
Ries ha advertido que el final pertenecía, originalmente, a la primera de las Sonatas Op. 30, dedicadas al Zar Alejandro I. El
primer movimiento, el más complejo de la obra, se inicia, al modo de las
sinfonías de Haydn, con un "adagio" en el que el violín comienza con
dobles cuerdas y el pianista contesta. El solemne intercambio instrumental de
la introducción da paso al primer tema "staccato", del
"presto" en tono menor, de gran vehemencia, cuyo desarrollo
constituye un alarde de unidad, pues son tantos los contrastes, modulaciones, diseños
temáticos del movimiento, que parece
imposible mantenerlo como un todo perfecto y coherente.
Tras él viene
un "andante ' con cuatro grandes variaciones de carácter afectuoso y, a
veces, meditativo, tal vez excesivamente cuadradas y escuetas, pero que dan
ocasión al violinista de poner a prueba su habilidad y buen sonido. Suele ser
este "adagio" el preferido de todo tipo de públicos. El movimiento
final, en forma de "tarantella", podía haberse quedado en una pieza
de "bravura", para culminar deslumhrando al público, pero Beethoven quiso
dotarle de una fuerza y una pasión acordes con el tremendo primer tiempo. Ahora
bien, para alcanzar ese "pathos" y esa crispación románticas, se pide
la colaboración de los intérpretes, quienes, particularmente en esta obra,
tienen mucho que decir.
La
orquesta está formada por dos flautas, dos oboes, dos clarinetes en la y si
bemol, dos fagotes, cuatro trompas, dos trompetas, timbales y cuerdas. También
existe un arreglo para violín y piano del concierto efectuado por el propio
Chaikovski en marzo de 1878.
El concierto se desarrolla en un clima poético donde
siempre está presente la melancolía eslava. Chaikovski da rienda suelta a las
introvertidas "pausas" de contemplación vaticinadora de tragedia, así
como a las repentinas pinceladas rítmicas y colorísticas, que constituyen la
otra cara —extrovertida y dionisíaca— de su doble y contradictoria
personalidad. En estas fases más vitales se aprecia la conocida afición de Chaikovski
hacia la danza, desde la española —aunque con algunos matices rítmicos que
recuerdan la polonesa del primer movimiento, Allegro moderato— al encendido
ritmo de gopak —baile típicamente ruso—, que se renueva en un crescendo
repetitivo cada vez más elaborado y brillante en el Allegro vivacissimo que
cierra el concierto. Sin embargo, los elementos que componen la obra, en su
heterogeneidad, no poseen nunca un carácter rapsódico, pues la íntima presencia
de motivos de conexión garantiza la indudable continuidad narrativa del mensaje
musical; mensaje en el que tan sólo hay cambios drásticos de estado de ánimo,
de meditaciones dolorosas y de impulsos de alegría, de esa alegría que la
crisis existencial del músico parecía haberle negado. En suma, este concierto,
lejos de ser fruto de un sentimentalismo fácil, se debe a una serie de
contradicciones "fatales", que le introducen en el contexto de la
producción chaicovskiana como una especie de confesión personal.
El concierto se divide en tres movimientos. El primero
de ellos, "Allegro moderato", se inicia con amplia introducción,
dándose luego entrada al violín solista, el que, después de una breve
"cadenza" expone el fascinante y rítmico tema que ha de primar en la
extensión de este movimiento. Destacan bellísimas sonoridades del violín en
brillante "staccato", siendo acompañadas por el fondo orquestal, con
vigoroso carácter e intenso colorido. El tema principal, que se resuelve en
habilísimas variaciones, culmina en la magnífica "cadenza", donde el
instrumento solista exhibe el virtuosismo de una técnica irreprochable, pródiga
de arpegios, rápidas escalas y trinos que finalmente se confunden en el rumor
orquestal, que eleva sus posibilidades con extremo impulso sonoro hasta llegar
a una "coda", después de la cual este primer tiempo del concierto
logra una vigorosa conclusión. El segundo movimiento, "Canzonetta.
Andante", presenta cierto sabor eslavo. Las cuerdas exponen dulcemente la
melodía, que luego repite el violín acentuando la melancolía y el tono
romántico que prima en gran parte de la obra de Chaikovski. La flauta y el
clarinete dejan también percibir su eco, con delicadas sonoridades hasta llegar
a constituir un diálogo con el violín de encantadores contornos; detalles que
unidos a la expresión melódica hacen de este pasaje uno de los instantes más
bellos e inspirados de la partitura. Un rítmico "Allegro vivacissimo"
cambia la atmósfera del movimiento anterior, acercándose así al final de este
concierto. El frenesí de las danzas eslavas llega a vislumbrarse a través de
los potentes acentos orquestales y de las sonoridades del violín, que alcanzan
contornos espectaculares en los pasajes que cierra la obra.
Hasta que empezó en
Alemania el culto a Beethoven casi nadie pensaba que la música del pasado
debiera ser conservada intacta y tocarse con una fidelidad reverencial. Es más,
no existía el concepto de “música clásica” ni se escuchaba otra que la que
hubiera sido compuesta en el presente. En menos de dos siglos, la Novena ha
sido, sin embargo, todo lo contrario de un monumento inamovible, pero por su
contenido y lo que transmite. Se ha convertido en un himno para casi todas las
causas, una bandera de entusiasmos muy diferentes y, a veces, contradictorios
entre sí. Se podría pensar en ella como una declaración de fe en el progreso,
en la evolución de lo primitivo, lo desorganizado, lo violento, hacia la
serenidad contemplativa, la culminación entusiasta de la fraternidad. Y sin
embargo, cuando Beethoven la compuso la Europa de la esperanza y revolucionaria
de su juventud se había anquilosado y había dado paso de nuevo a una
restauración del Antiguo Régimen, por lo que tal vez fuera, en realidad, una
declaración de nostalgia hacia los sueños fracasados.
La historia de la
composición de esta obra es una de las más largas de toda la producción de su
autor. Fue compuesta entre 1822 y 1824, pero el origen y las primeras ideas son
de 1792, momento en que conoció la “Oda a la alegría” de Schiller y proyectó
ponerle música. Las primeras anotaciones en su cuaderno de música para alguno
de los versos datan de 1798. El célebre tema del himno aparece ya en la
“Fantasía coral, op. 80”, que es, además, la primera ocasión en la que
Beethoven mezcla el sinfonismo con la música coral. En 1808 vuelve a aparecer
este tema en una de sus canciones. En 1817, según escribió a un amigo, empezó a
trabajar en dos grandes sinfonías y, aunque su salud es un poco delicada, bosqueja
ya lo que será la Novena, aunque interrumpe el trabajo para centrarse en la
“Missa solemnis”. En el verano de 1822, terminada ya esta obra, recupera sus dos
sinfonías: una, totalmente instrumental, estaba destinada a la Sociedad
Filarmónica de Londres y sería en la tonalidad de Re; la otra sería una
“sinfonía alemana con coro”. Para el final de esta última pensaba en la “Oda a
la alegría”. A mediados de 1823 estaba terminado el primer movimiento de la
sinfonía en re, bastante definido el segundo y comenzado el tercero, pero en
octubre de ese mismo año decide acabar esta sinfonía con el coro proyectado
para la “alemana”. Las grandiosas proporciones que estaba adquiriendo la obra
le hicieron pensar que este era el contexto idóneo para el poema de Schiller y
a partir de este punto todos sus esfuerzos se encaminaron a resolver el
problema de la transición entre la música instrumental y la voz para el último
movimiento. Y dentro de éste, el momento oportuno para introducirla. Pensó
primero en incluir varios episodios concitas de los tres movimientos anteriores
interrumpidos por un solista que clamaba “no”. Pero la solución, genial por
otra parte, fue distinta: mantuvo las citas de los movimientos previos, pero
confió a los instrumentos, primero a los violonchelos y contrabajos, una
especie de recitativo instrumental jamás visto antes. Luego los violonchelos,
en pianísimo, introducen el tema del himno, que es recogido por toda la
orquesta. Beethoven reordenó las estrofas del texto original para encajarlas
mejor y conectar con la parte orquestal, dándole un nuevo carácter. Cuando
Schiller la compuso originalmente era una “Oda a la Libertad”, pero la censura
le obligó a cambiarlo (“libertad” en alemán es “freiheit” y “alegría”,
“freude”). La obra se estrenó el 7 de mayo de 1824 en Viena tras dos únicos
ensayos. Para entonces el compositor estaba totalmente sordo y se colocó junto
al director de la orquesta sin oír nada. Tanto es así que, cuando finalizó la
interpretación, Beethoven seguía agitando los brazos, hasta que la contralto le
hizo darse la vuelta para ver la reacción del público. Esta fue tan entusiasta
que obligó a la policía a intervenir. Hubo cinco salvas de aplausos, cuando
el protocolo sólo tenía previstas tres para la familia imperial.
La Fantasía
para piano, coro y orquesta en do menor, op. 80, fue estrenada el 22 de diciembre de
1808, durante el concierto dado en el Theater an der Wien, en cuyo programa además
se ofreció la Sinfonía Pastoral y la Quinta Sinfonía, ambas en primera
audición, el Concierto para piano no. 4
en sol mayor, el aria de concierto Ah
perfido! op.65, el Sanctus de la Misa en do mayor y también una fantasía
para el piano a solo (sin duda la op. 77). La Fantasía op 80 fue el brillante epílogo del concierto, en el cual
Beethoven intervino al piano y también como director de orquesta y coro. Dedicada
a rey Maximiliano José de Baviera, fue presentada en el programa como
"fantasía para el piano que terminaba por grados con la intervención de la
orquesta y con un finale del coro”.
La aproximación a la fantasía como obra
original era poco frecuente en aquella época. En efecto, la concurrencia en la
misma partitura de los estilos concertante, lírico y sinfónico, revela, por los
aspectos predeterminados y diseñados, un intento de fusión de diversas formas y
géneros. La instrumentación empleada es singular:
El desarrollo de la obra consiste en un crescendo de piano y de orquesta, por
gradaciones, hasta la apoteosis final marcada por la entrada del coro.
Beethoven utiliza las diversas posibilidades de los colores de orquesta
contenidos dentro de las masas instrumentales: desde el solo del piano, instrumentación evocadora de la música de cámara,
al tutti del piano y la orquesta, y
al tutti del piano, el coro y la orquesta.
El eje del tema del allegretto es el de una canción de
juventud de Beethoven, "Seufzer eines Ungeliebten und Gegenliebe" (Laméntese
un hombre sin amor y amor mutuo) y es una especie de bosquejo de la Oda a la alegría del final en la Novena Sinfonía.
El título "fantasía" se da
generalmente a las obras que no tienen una forma resuelta pero si libertad en
la escritura y en la expresión. La forma fantasía responde más o menos a la
estructura del Tema y Variaciones. Sin
embargo en Beethoven se estructura con el ensamblaje de elementos extraños,
como las cadenzas para el piano
tomadas de la literatura de solos para el instrumento, y se emplea un coro que abarca una parte del proceso de la
variación, lo que era bastante inusual. En conjunto, la forma de la Fantasía op. 80 es la de una canción muy
libre.
En este tema y variaciones se plantea algo
que quizás pueda considerarse como el esbozo del Finale de la Novena sinfonía.
La relación entre las dos obras es mencionada en una carta de marzo de1824, en la
cual Beethoven habla de la creación de "una nueva gran sinfonía con un Finale del género de mi fantasía para
piano con coro, pero en una escala mucho más grande".
El texto del coro es del escritor
vienés Christoph Kuffner, con arreglo a las indicaciones del compositor. La
semántica se centra especialmente en conceptos postrevolucionarios, la libertad,
la igualdad, y la fraternidad entre los hombres, teñidos por el misticismo propio
de los masones libres: "Cuando se unen el amor y la fuerza, el favor de
Dios recompensa al hombre".
Las correspondencias entre la filosofía masónica y el texto de esta obra son
bastante evidentes.
La Fantasía
Coral está dividida en siete secciones:
Adagio
Allegro
Meno
allegro
Adagio
ma non troppo Marcia,
assai vivace
Allegretto,
ma non troppo
Presto
Además de la intervención del piano,
la obra consta de una serie de variaciones instrumentales sobre el tema que va a cantar
el coro. El procedimiento de la variación consiste en el modificar de un tema
dado, sea transformando, o agregando nuevos motivos a la música. Beethoven recurre en esta obra a un tipo de variación que se amplía (variación
libre, o fantasía-variación), que conserva ciertos compases de la melodía pero es
modificada por la paráfrasis y por el desarrollo temático.
Son cinco las variaciones presentadas:
Variación nº 1
Tema: flauta y acompañamiento de piano. Variación melódico-rítmica, un flujo de
semicorcheas embellece las notas principales del tema
Variación nº 2
Tema: 2 oboes, acompañamiento de piano.
Variación
melódico-rítmica, cuatro semicorcheas, dos corcheas.
Variación nº 3 Tema: dos clarinetes en do, acompañamiento de fagot. Variación
muy cercana al tema original, el fagot en arpeggios
quebrados.
Variación nº4 Tema: cuarteto de cuerdas. El tema se desarrolla en diferentes planos en
las distintas partes. Variación nº 5 Tema: maderas y cuerdas, metales y cuerdas, acompañamiento rítmico del
timbal. Es una extensa variación
orquestal sobre el tema original.
Obra inspirada por otras previas, aunque también
anticipa lo que está por venir en la novena sinfonía, la Fantasía para piano, coroy orquesta contiene la esencia del
lenguaje beethoveniano.
La Fantasía Coral presenta innegables
similitudes con el cuarto movimiento de la Sinfonía
nº 9 de Beethoven. Evidentemente, ambas emplean un coro. También ambas
contienen un conjunto de variaciones instrumentales sobre el tema cantado por
el coro. Además, el texto de ambos es jubiloso y de consuelo.
El lied es el género que une o funde la
poesía lírica y la música. No tiene nada que ver con chanson, o canción popular estilizada. La canción de concierto o lied es la más simple de todas las
músicas vocales. En los siglos XVII y XVIII se consideraba una forma popular,
no como música "artística". Fue Schubert quien hizo las canciones
"respetables" de nuevo, como sucedía en los siglos XV y XVI, cuando
los compositores basaban sus misas en melodías extraídas del folclore. Con el
abandono de la forma cantata, en el Romanticismo aflora un tipo particularmente
rico y elaborado de canción con acompañamiento de piano, del que Schubert es el
principal exponente. La fuente donde encontró la energía musical para sus lieder, fueron los Adagios, Andantes y Largos de Beethoven, verdaderos lieder sin palabras. Schubert compuso
634 lieder, bastantes de ellos basados en
poemas de Goethe. Al final de su corta vida, trabajó sobre algunos versos de
Heine, que le inspiraba música completamente diferente, del más alto valor. El lied Op. 7 Nº 3 D. 531, titulado "La Muerte
y la Doncella", fue compuesto por Schubert en 1817. Su texto pertenece
a un poema escrito por el clérigo Matthias Claudius (1740-1815), que trata
del rapto de Proserpina a manos de Plutón.
Algo después, en 1824, Schubert
tomaría en auto préstamo la melodía de esta canción de concierto para
incorporarla a su cuarteto de cuerda nº 14, D. 810, que lleva por ello el
sobrenombre de "La Muerte y la Doncella".
Texto
Das Mädchen:
Vorüber, ach vorüber!
Geh, wilder Knochenmann!
Ich bin noch jung, geh, Lieber!
Und rühre mich nicht an!
Der Tod:
Gib deine Hand, du schön und zart Gebild!
Bin Freund und komme nicht zu strafen.
Sei guten Muts! Ich bin nicht wild,
Sollst sanft in meinen Armen schlafen.
Traducción
La doncella:
¡Lárgate, ah lárgate!
¡Vete, cruel esqueleto!
¡Soy aún joven, sé amable y vete!
¡Y no me toques!
La muerte:
¡Dame tu mano, dulce y bella
criatura!
¡Soy tu amigo y no vengo a
castigarte!
¡Confía en mí! ¡No soy cruel!
¡Déjate caer en mis brazos y
dormirás plácidamente!
El Cuarteto de cuerda en Re menor, D. 810,
“La muerte y la doncella”, es, de principio a fin, una obra desaforada. La idea central del Cuarteto
en Re menor es la de la muerte y la rebeldía ante su llegada intempestiva y
no deseada, uno de los temas predilectos de la imaginería romántica alemana. El
título con el que suele conocerse la obra –por una vez, justificado– proviene
del Lied homónimo de 1817, escrito a partir de un poema de Matthias Claudius.
Schubert se vale del motivo inicial del piano, concebido en ritmo
dactílico, para construir, por fin, una serie de variaciones, las mejores de su
catálogo, recurriendo así a un procedimiento que aún no había utilizado en este
medio pero que le había dado y le daría aún resultados excelentes en otros
géneros camerísticos, como en el Quinteto
“La trucha” o en el posterior Octeto
para cuerda y viento. La paz engañosa del tema, expuesto homorrítmicamente por
los cuatro instrumentos, va mudándose poco a poco en desasosiego hasta que en
la quinta variación se produce un auténtico exabrupto de dolor, confiado a un
violonchelo enloquecido que, con bruscos cambios de registro, lanza sus
alaridos sobre la perfecta e inquietante polirritmia de sus compañeros. Los
versos de Matthias Claudius no pueden conocer una plasmación musical más
sofocante. Más aún si, como es el caso, venimos ya con el bagaje de un
movimiento de la fiereza expresiva del “Allegro” inicial, en el que los cuatro
instrumentos sólo parecen ponerse de acuerdo a la hora de interpretar en fortissimo la blanca con puntillo del
diseño inicial, cuyo fiero ritmo trocaico (otro de los predilectos de Schubert)
se erigirá, junto con la recurrencia del tresillo, en la célula generadora de
todo el primer movimiento.A partir de ahí
todos ellos se enzarzan en un juego de réplicas y contrarréplicas animadas por
un denso contrapunto que tiene en los tresillos a su motor rítmico
omnipresente. La esencia de
la forma sonata se manifiesta en toda su pureza –especialmente en las secciones
de exposición y re exposición– por medio de dos temas fuertemente enfrentados:
rítmico, dramático y con una dinámica cambiante el primero; lírico, legato y pianissimo (al menos en su inicio) el segundo. Ambos parecen querer
simbolizar la lucha encarnizada entre la joven y ese esqueleto (Knochenmann)
que se le cruza en su camino para arrebatarle la vida. Inmerso en una agitación
agotadora, la rabia no queda aplacada hasta el segundo de los dos finales, una
versión atemperada del primero que opta por extinguirse gradualmente en pianissimo. Dos movimientos
de semejante desgarramiento emocional serían suficientes ya para poder culminar
la obra en una atmósfera de mayor serenidad. Sin embargo, el “Scherzo” (aquí un
minueto como los de cuartetos precedentes carecería por completo de sentido) y
el “Presto” final siguen bebiendo del manantial en apariencia inagotable del
lied, que no sólo presta al segundo movimiento su sustancia temática sino que
imbuye su mensaje poético a todo el conjunto de la obra. Así, el “Scherzo” es
aquí robusto y enérgico, pero sus constantes diseños sincopados le restan el
aplomo, la solidez o el aire de divertimento extravertido que lo caracterizan
en otras obras de Schubert. El “Presto” final, por su parte, es una tarantela
desenfrenada que se abre con el primer gran unísono de la obra (aunque su
efecto está muy lejos de ser el de la concordancia de voluntades que querían
los clásicos) y que exige de los cuatro intérpretes no sólo una extraordinaria
conjunción técnica, sino también una resistencia física fuera de serie. Tras el ciclón
del “Allegro” inicial, el lento descenso a los infiernos del “Andante” y la
maquiavélica danza del “Scherzo”, arremeter ahora contra este moto perpetuo de
corcheas, dominado por un furioso ritmo trocaico, plagado de fortissimi, sforzandi y crescendi, y
coronado por una coda marcada prestissimo,
exige una tremenda concentración y un sabio racionamiento de las fuerzas a lo
largo de la interpretación del cuarteto. Bajar la guardia en este último
movimiento y transformarlo en una tarantella
alocada y superficial, desprovista de los contrastes dinámicos que reclama
Schubert y de su incontestable sentido fatalista, sería frustrar el final
lógico que demanda todo el férreo armazón anterior.
Concierto para piano n° 2 en si bemol mayor, op. 83
1. Allegro non troppo 2. Allegro appassionato 3. Andante 4. Allegretto grazioso Joaquín Achúcarro, piano
Halle Orchestra
James Loughran, director
1982 BBC Proms, Royal Albert Hall de Londres
En una época en que Liszt y Wagner
proclamaban la doctrina de la Zukunftsmusik
(música del futuro); en un período en que la sinfonía, el cuarteto, y la sonata
"abstractas" estaban pasando de moda, Brahms, añorando las glorias
del pasado, tomaba la actitud de un Don Quijote musical. Del mismo modo que un
artífice fabricante de violines apunta a la perfección de un Stradivarius,
Brahms dirigió su vista a la herencia clásica, como patrón con el cual mensurar
sus propias obras. Y ya que no había más gran clasicista que Mozart, ni más
profundo contrapuntista que Bach, ni lirista más refinado que Schubert, ni
sinfonista más enjundioso que Beethoven, Brahms tuvo como norte emular esos
modelos. La originalidad, la novedad y las nuevas orientaciones se habían
enseñoreado en la música contemporánea, que contemplaba con indiferencia las
tradiciones clásicas. Debía, pues, haber alguien que las mantuviera vivas.
La
perspectiva de un Bach, Mozart o Beethoven vigilando figurativamente desde el
propio hombro la labor de creación, debería ser motivo bastante para inhibir o
neutralizar a cualquier compositor, al margen de la individualidad que pudiera
poseer. Consideradas las cosas desde este punto de vista, sería mucho más
simple ser "revolucionario" que componer a la sombra de un pasado sin
posibilidades de superarlo. Brahms, de maduración temprana, optó por el segundo
camino, aunque con los ojos bien abiertos. La nómina de sus obras es una
ilustración vívida de su lucha permanente por la perfección formal. Los opus 1,
2 y 5 nos lo muestran midiéndose con la sonata de piano. Que fracasara en sus
tentativas (Schumann las consideraba "sinfonías veladas" debido a la
"grandiosidad" y carácter no pianístico de las mismas), tiene menos
importancia que el hecho de que sus preferencias se inclinaran hacia la sonata
(un síntoma de su reacción frente al Romanticismo), en lugar de elegir las
piezas breves de piano, entonces tan populares. En el opus 9 vuelve a la
Variación. Antes de aventurarse en los dominios más egregios de la música de
cámara (el cuarteto de cuerdas), experimenta con el trío, el sexteto, el cuarteto
de piano, etc. Brahms no compuso una sinfonía hasta pasados sus cuarenta años y
tras haber explorado a fondo el idioma orquestal en sus Variaciones sobre un tema de Haydn, y en las dos Serenatas para orquesta. Cada nueva obra
de Brahms fue precedida de un largo período de gestación.
En una característica explosión de acidez,
Hugo Wolf dijo en cierta ocasión de Brahms —entre otras cosas— que era "un mero copista". Aun cuando
en muchos casos trabajó directamente sobre los moldes clásicos, difícilmente
podría considerársele el imitador servil que el duro crítico del Wiener Salonblatt nos induce a creer.
Juzgada a la luz de sus propios méritos, la música "manufacturada" de
Brahms sostiene la comparación con las más revolucionarias creaciones de Liszt
o de Wagner.
Si bien en muchos aspectos Brahms estaba
en las antípodas de Wagner, ambos tenían puntos de contacto. En las óperas del
segundo y en los conciertos del primero, los solistas responden a una
concepción sinfónica. A menudo, Brunilda —walkyria preferida de Wotan— está
sumergida en un mar instrumental, y el desdichado pianista de un concierto de
Brahms lucha contra un pasaje de dificultades insuperables mientras al mismo
tiempo se ve obligado a tomar un papel subordinado frente al "tutti".
En su propósito de eliminar el despliegue técnico por el despliegue en sí, el
compositor relega el solo instrumental a tal distancia que lo convierte
simplemente en otro instrumento más.
Si se exceptúa el enfoque puramente
musical, no virtuosista de los conciertos, la complicada escritura pianística
de Brahms es disuasoria para quienes no sean expertos virtuosos. La pianista
inglesa Harriet Cohen ha escrito: "Siempre
me ha desconcertado la manera 'elefantina' en que Brahms se ha distendido sobre
todas las claves en sus composiciones de piano, no obstante lo atractiva que
pueda resultar tal característica". Superpóngase a esto los
intrincados patrones rítmicos cruzados del autor, y el resultado es tan
desafiante para el solista (y el director), como lo es el Monte Everest para el
escalador de montañas.
En la primavera de 1878, Brahms viajó a
Italia con sus amigos Karl Goldmark y Theodor Billroth. Después de un mes de
recorrer paisajes y aburrirse con la ópera italiana (que según Brahms, se
componía nada más que de cadencias finales), el compositor volvió a su retiro
veraniego en los Alpes Austriacos, Poertschach, a la vera de un hermoso lago
azul. Allí trazó los patrones para su segundo concierto de piano, pero abandonó
su desarrollo para dedicarse a su
primera sonata de violín y su concierto para el mismo instrumento. Tres años
más tarde, volvió Brahms a visitar Italia (la segunda de sus ocho giras) y
regresó a Pressbaum el 22 de mayo. En esta pequeña villa, próxima a Viena,
concluyó su Concierto en si bemol mayor
el 7 de julio de 1881. Ese mismo día escribió a Elizabeth von Herzogenberq: "No tengo pudor en decirle que he
escrito un concierto de piano flojo, muy flojo; con un scherzo flojo, muy
flojo. Está en la tonalidad de Si bemol y tengo razones para temer que he
urgido esta ubre —que anteriormente ha dado buena leche— demasiado a menudo y
demasiado vigorosamente." La exigida "ubre" rindió uno de
los más extensos y más ambiciosos conciertos en la historia de la música.
Brahms tocó "el largo terror" (como llamaba a su nueva creación) con
Ignaz Brüll, a dos pianos y en presencia de "las víctimas" Billroth y
Hanslick. Habiendo sido recibido en forma favorable, Brahms llamó la atención
de Hans von Bülow sobre su opus 83. Bülow, director musical de la corte de
Meiningen desde 1880 y ex adepto de Wagner (cuya primera esposa había sucumbido
a los encantos del autor de Tristáne
Isolda once años antes), era uno de los más extraordinarios directores de
su tiempo y se hallaba al frente de una de las primeras orquestas europeas.
Profundamente impresionado con la música de Brahms —particularmente con la
Sinfonía n° 1—, Bülow puso su orquesta a disposición del compositor para los
ensayos de sus nuevas creaciones sinfónicas. Después del estreno del Concierto para piano n° 2 en Budapest,
el 9 de noviembre de 1881, Brahms lo dio a conocer en Meiningen el 27 de
noviembre, actuando como solista bajo la dirección de von Bülow.
La mayoría de los críticos convinieron en
que no se trataba de un concierto en el sentido corriente. Hanslick lo
describió como una "sinfonía con
piano obligado"; otros lo llamaron "música
de cámara en gran escala". Hay algo de verdad en ambos puntos de
vista, pero ninguno de ellos nos da el panorama completo.
Apartándose de los tres movimientos
habituales en todo concierto clásico, Brahms agregó un cuarto, en forma de scherzo. Cuando se le interrogó al
respecto contesto: "Bueno, como ven
ustedes, el primer movimiento es demasiado simple". Como de costumbre,
el músico estaba subestimando la importancia de sus composiciones. Desde el
comienzo, el concierto asume proporciones sinfónicas. Los temas son tratados de
conformidad a un estricto modelo clásico. Con la inventiva de un Schubert,
Brahms introduce no menos de siete melodías en el primer movimiento, y a continuación
se lanza a una maravillosa serie de entrelazados temáticos, en un tour de force no sobrepasado hasta el
presente. El Scherzo, un allegro appassionato, es en la clave
contrastada de Re menor, descrito por Brahms, como un "pequeño scherzo"; el segundo tiempo se abre con un tema
apasionado para piano solo. No tan intrincado como el primer movimiento, el scherzo no es por ello menos intenso y
rico en hallazgos. Un tema para la cuerda al unísono es opuesto a la vigorosa
apertura y expandido por el piano, que reintroduce el primer tema bajo un
ropaje más lírico. Se hace presente una tercera melodía, de textura un tanto
heroica. Con gran habilidad contrapuntística Brahms desarrolla su material en una
de sus más sucintas y perfectamente balanceadas expresiones. Por último
hallamos un episodio de reposo en el tercer movimiento, Andante, que comienza con un solo de cello sobre una melodía que
posteriormente el autor utilizó en su lied Immer
leiser wird mein Schlummer ("Siempre más quedo se hace mi
sueño"). El piano entra en los dos últimos compases del tema inicial, con
varios meditativos arpegios. Pronto la placidez se quiebra con un incansable
diálogo entre el solista y el "tutti". Y luego, tras una inesperada
modulación, nos encontramos frente a una nueva melodía que según la poética
descripción de Tovey "consiste en
unas pocas notas espaciadas como las primeras estrellas que pueblan los cielos
en el crepúsculo". Sigue una recapitulación del primer tema, esta vez
con comentarios del piano. Aún los más grandes compositores, ocasionalmente,
nos han dejado insatisfechos con los movimientos finales de obras
fundamentales. En el cuarto movimiento de su segundo concierto, sin embargo,
Brahms nos proporciona el broche adecuado sin perder de vista el largo
recorrido que se halla a punto de completar. Cuatro rutilantes temas, pasan del
solista a los coros instrumentales para concluir una de las más geniales
creaciones del repertorio del concierto para piano.
Joaquín Achúcarro
Arisqueta nació el 1 de Noviembre de 1932 en Bilbao. Dio su primer concierto
con trece años, habiendo aprendido a tocar el piano con sus padres. Tras
realizar sus estudios musicales en el conservatorio de su ciudad, y
posteriormente en otras ciudades de España, como Madrid (donde estudió con
profesores de la talla de José Cubiles) y Europa, la fama le llegó a nivel
internacional a través del Concurso Internacional de Liverpool, donde triunfó,
ganando el primer premio en 1959. Ello, pues, le lanzó como un gran pianista,
siendo invitado por grandes orquestas, como la Sinfónica de Londres. A partir
de ese momento, actuó en países de todo el mundo. Ha tocado junto a 202
orquestas, entre las que destacan la Filarmónica de Berlín, la Filarmónica de
Nueva York, la nombrada Sinfónica de Londres, la Sinfónica de Chicago, la
Filarmónica de Los Angeles, la Sinfónica de Dallas, la Ciudad de Birmingham, la
sinfónica de RTE Dublin, etc. y junto a más de 300 directores de orquesta.
En el año 1992, el Gobierno
de España le concedió el Premio Nacional de Música, y cuatro años más tarde la
Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. En el año 2000, la Unesco le
nombró artista por la paz, por sus contribuciones a la causa.
Desde 1990 imparte
clases en la Universidad Metodista de Dallas, dedicándose también a la
grabación de discos y a dar conciertos. En el año 2003 presentó en la editorial
Alpuerto una biografía desde el piano, en forma de diálogo, en la que colabora
también el profesor y pianista Luciano González Sarmiento.
Es Comendador de la
Orden de Isabel la Católica, miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando y Académico Honorario de la Real Academia de Bellas Artes de Nuestra
Señora de las Angustias de Granada.