Cuarteto Borodin
La
música de Chaikovski, a pesar de ser reflejo espontáneo de su propio yo, casi
siempre dolorido y atormentado, es inequívocamente rusa. Así lo supo ver
Stravinski, uno de sus más ilustres admiradores, cuando escribió a Diaghilev:
La música de Tchaikovsky no suena como
específicamente rusa para todos. Pero en el fondo es con frecuencia más rusa
que esa música a la que se ha colgado desde hace tiempo la etiqueta de
pintoresquismo moscovita.
El
propio Piotr Ilyitch puso de relieve esa clave de su personalidad humana y
artística al escribir:
Un simple paisaje ruso, un paseo, la
tarde, en verano, a través del campo, el bosque o la estepa, me emocionan tanto
que me tumbo inclusoal sol, invadido por un sordo entumecimiento, por un
inmenso espíritu de amor por la naturaleza, turbado por la atmósfera excitante
que me rodea, venida del bosque, de la estepa, del riachuelo, del pueblecito
lejano, de la húmeda iglesia campesina, en resumen, de todo aquello que forma
el pobre decorado de mi Rusia natal... Soy un apasionado devoto de toda
expresión del espíritu ruso porque soy ruso de los pies a la cabeza.
De
todas formas, para el poderoso grupito (Balakirev,
Cui, Borodin, Mussorgsky y Rimski-Kórsakoff), Chaikovski representaba el
espíritu europeo en la música rusa, pues había renegado públicamente del exótico
orientalismo que impregnaba las creaciones de los cinco de San Petersburgo. Y
es verdad que el músico de Votkinsk era otra cosa. Su
mórbida melancolía, la languidez enfermiza de su estilo, hacían de él un mundo
aparte, crepuscular y decadente como tantas manifestaciones artísticas
finiseculares.
Si
excluimos el Cuarteto en Si bemol mayor, comenzado en plena juventud, y del que
sólo llegó a componer el primer movimiento, Chaikovski nos ha dejado tres
cuartetos de cuerda completos, escritos en la breve etapa que va desde 1871 a
1876. Parece que un músico con esa tendencia a la confesión íntima y con el
extraordinario oficio que le distinguió desde sus comienzos, debería haber
brillado de modo particular en la música de cámara. Pero no fue así, y no porque
los cuartetos o las restantes obras de cámara carezcan de interés, o les falte
la perfección técnica y estilística desplegadas por él en otros géneros. Sus
debilidades provienen de su formalismo, de aquel temor del inexperto a no
cumplir con las tradicionales exigencias del cuarteto de cuerdas. Un género
difícil porque en él apenas cabe la cómoda retórica de cierto sinfonismo, lo
cual no significa, ni mucho menos, que no haya en los cuartetos de Chaikovski páginas
de honda belleza o fascinante inventiva. Negar el genio creador al músico ruso
es instalarse en un axioma sin consistencia.
El
día en que el Cuarteto en re mayor, Op.
11, se presentó en Moscú, hizo su aparición en la sala el gran escritor Ivan
Turgueniev y la popularidad del novelista predispuso al público favorablemente
hacia el joven autor. El éxito fue muy grande y gracias al segundo movimiento, pronto
sería famoso Chaikovski en Rusia y fuera de ella. El citado segundo tiempo, andante cantabile, es el que ha dado
fama al Cuarteto en Re mayor por todo
el mundo. El propio Chaikovski hizo un arreglo años más tarde (1886) para
orquesta de cuerdas y violonchelo solista, que se toca con frecuencia. Se
inicia el movimiento con una melodía popular ucraniana que Piotr Ílich escuchó
en la finca de su hermana Alejandra (Sacha) Davidova, en Kamenka: Vania se
sentó bebido; como había bebido creyó que estaba enamorado...
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