VERSIÓN DE PARÍS
Hans Sotin, Spas Wenkoff, Bernd Weikl, Robert Schunk, Franz Mazura, John
Pickering, Heinz Feldhoff, Gwyneth Jones
Coro y Orquesta del Festival de Bayreuth
Colin Davis, director
Götz Friedrich, director escénico
John Neumeier, coreógrafo
Resumen
Tannhäuser und der
Sängerkrieg auf Wartburg (“Tannhäuser y el torneo de cantores de Wartburg”) es
una ópera pero también muchas al mismo tiempo. Estrenada en Dresde en 1845, nació
como romantische Oper alemana, pasó a ser una grand
opéra francesa
representada en París en 1861 y terminó siendo una especie de híbrido de ambas
que nunca dejó satisfecho a su compositor. Ello no impide que sea una de los
títulos más bellos y sensuales de Richard Wagner, que caminaba ya con paso
firme hacia la concepción de un drama musical de proporciones e intensidad
desconocidas. La trama combina dos leyendas medievales alemanas: la historia
del caballero cruzado Tannhäuser que, tras habitar en el sensual Venusberg (“El
monte de Venus”) buscó la redención papal, y la del Minnesänger
Heinrich von
Ofterdingen, que participó en el torneo de cantores del castillo de Wartburg. A
través de ambas se representa la lucha del protagonista entre el mundo del
placer del reino de Venus y el orbe del arrepentimiento piadoso de los peregrinos
y los caballeros cruzados; junto a ello se sitúa el sacrificio de su enamorada
Elisabeth que le permitirá alcanzar la redención mas allá de la muerte.
Argumento
La obertura de la ópera distingue
musicalmente entre el mundo piadoso de los peregrinos, cuyo solemne tema coral
entonan al principio clarinetes, fagotes y trompas, y el mundo pecaminoso del
Venusberg, cuyo tema sinuoso y sugerente aparece poco después acompañado por el
tenso crepitar de los violines en divisi.
Acto
I
Escena
I
La
primera escena de la ópera, que enlaza sin pausa con la obertura, se sitúa en
la gruta del Venusberg (en el interior del Hörselberg de Eisenach) y constituye
una delirante bacanal en donde se desarrollan los
motivos musicales del Venusberg escuchados en la obertura.
Se
inicia con un cuadro de seducción y desenfreno erótico en el que un cortejo de
bacantes incita al placer a parejas de jóvenes y ninfas. Le sigue una danza de
sátiros y faunos al ritmo frenético de las
castañuelas, que
se unen a las bacantes y a las parejas amorosas.
Tras
la intervención de las tres Gracias y los cupidos, el ambiente se serena y escuchamos
a lo lejos el coro de sirenas “Naht euch
dem Strande” que
invitan a acercarse allí para disfrutar del amor.
Escena
II
La
acción se sitúa en el mismo lugar; Tannhäuser se despierta bruscamente de un
sueno y Venus le pregunta por sus pensamientos. El Minnesänger
le confiesa
que echa de menos los gozos sencillos de su vida anterior. Animado por la
diosa, canta acompañado por el arpa las
dos primeras estrofas del himno a Venus “Dir töne Lob”, a las que añade la petición final
de que le permita marchar. Esa petición molesta a Venus que despliega sus
encantos para convencerle de que se quede en “Geliebter! Komm!” con un etéreo
fondo de violines y flautas.
Tannhäuser
esta decidido a irse y eleva el tono de su súplica acompañado ahora por toda la
orquesta;
ello provoca a Venus que profetiza encolerizada en “Zieh hin, Wahnsinniger” que si se marcha volverá a ella
humillado. La diosa le suplica desesperada y, en medio del fragor de la
discusión, Tannhäuser se encomienda a la virgen María; Venus y el Venusberg
desaparecen.
Escena III
Tannhäuser
esta ahora en un hermoso valle frente al castillo de Wartburg en primavera. Una melodía en el clarinete
desarrollada por el corno inglés introduce el canto de un pastor acompañado
por su caramillo, al que sigue el solemne coral a cappella de los viejos peregrinos que van a Roma a expiar sus culpas.
Al
verlos llegar, el pastor los saluda y Tannhäuser realiza una piadosa
exclamación de
rodillas. Los peregrinos siguen su camino y el caballero siente al verlos la
carga de sus pecados; el
canto a
cappella de
los peregrinos en la lejanía se mezcla con el eco de una fanfarria de trompas
de caza.
Escena IV
A
continuación hace su entrada el landgrave Hermann con cinco caballeros cantores: Wolfram von Eschenbach, Walther von
der Vogelweide, Biterolf, Heinrich der Schreiber y Reinmar von Zweter.
Reconocen a Tannhäuser y se unen a Wolfram en una efusiva bienvenida cantando “Gegrüsst sei uns”. Pero Tannhäuser quiere seguir su
camino y las insistencias del landgrave y los caballeros desembocan en un septeto que
culmina con la invocación de Wolfram a Elisabeth, la joven sobrina del landgrave.
Tannhäuser se detiene al escuchar ese nombre y su amigo le explica que al
vencer en el ultimo torneo de cantores también había conquistado el corazón de
la joven; Wolfram
canta el aria “War’s Zauber, war es reine Macht?” coronada con un breve sexteto
del landgrave y sus caballeros cantores. Tannhäuser pide conmovido que le
lleven ante ella y encabeza el septeto “Ha, jetz erkenne ich sie wieder” que
concluye el acto en medio de una gran algarabía orquestal y los sones de las
trompas de caza.
Comentarios
Tannhäuser es un minnesänger, es
decir, uno de aquellos poetas germánicos medievales que componían y cantaban
«cantos de amor» (minnesang) según las normas tradicionales –retóricas y
temáticas– de composición. Wagner utiliza este personaje legendario para
presentar un individuo escindido, como artista, entre dos opciones antagónicas:
cantar el amor convencional a una dama, tal como era preceptivo en la tradición
trovadoresca, o alabar, explícitamente, el erotismo amoroso, lo que se presenta
como una opción tan insólita como escandalosa.
Para mostrar dramáticamente este
antagonismo, Wagner presenta Tannhäuser atraído por dos figuras
femeninas opuestas: la diosa Venus, situada en el Venusberg, un espacio mítico,
pagano y voluptuoso, y Elisabeth, que vive en Wartburg, un espacio real,
cristiano y espiritual. En el transcurso de la ópera, Tannhäuser se sentirá
atraído, alternativamente, por el deseo de Venus y por el amor de Elisabeth.
Por eso, cuando tras pasar un tiempo en el Venusberg, el personaje regresa a Elisabeth
e interviene como poeta en un certamen de minnesänger, su pasión le
traicionará y elogiará, ante todo el mundo, el deseo sexual, en un vibrante
himno a Venus.
La intolerancia ante lo que se
considera una poesía obscena condena a Tannhäuser. Sin embargo, Elisabeth, que
le ama, intercede en su favor y el landgrave
de Turingia y tío de Elisabeth, Hermann, sentencia que el poeta deberá
peregrinar a Roma para obtener el perdón del Papa.
Pero cuando Tannhäuser vuelve sin haber
conseguido su perdón y decide regresar al Venusberg, el supremo sacrificio de
Elisabeth, que ha ofrecido su vida a la Virgen María para salvarle, le conmueve
hasta morir, floreciendo en señal de perdón el báculo papal.
Tannhäuser,
estrenada en Dresde en 1845, contiene algunos bellísimos fragmentos
especialmente populares, como la famosa obertura que se cierra con la bacanal,
la «Plegaria» que canta Elisabeth y la «Canción de la estrella» que canta el minnesänger
Wolfram, en el segundo acto, o los coros de peregrinos de los actos primero
y tercero.
La
presentación de Tannhäuser en París (1861) fracasó y sólo pudieron llevarse a
cabo tres representaciones. Algunos escritores (Baudelaire, Gautier,
Chamfleury, Nerval) defendieron la ópera, sin embargo, con entusiasmo. Charles
Baudelaire había descubierto la música de Wagner en un concierto (Théâtre
Italien, 1860) dirigido por el compositor. El impacto que le causó aquella
música le impulsó a escribir una carta a Wagner, a quien no conocía, para
intentar describirle su emoción. Como subrayó Wagner (Mi vida, 1874), Baudelaire tuvo que recurrir a imágenes pictóricas
para explicar lo que sentía. A continuación se reproducen algunos fragmentos de esta carta (17
de febrero de 1860):
«Antes que nada, quiero decirle que le debo el mayor gozo
musical que jamás haya experimentado. [...] Habría dudado mucho en manifestarle
por carta mi admiración si mis ojos no hubiesen tropezado cada día con
artículos indignos, ridículos, en los que se hacen todos los esfuerzos posibles
para difamar su genio. [...]
Por
fin, la indignación me ha decidido a testimoniarle mi reconocimiento; me he
dicho a mí mismo: quiero distinguirme de todos estos imbéciles. La primera vez
que fui a los [al Teatro de los] Italianos a escuchar sus obras, lo hice con
mala disposición e incluso –lo confesaré– lleno de prejuicios; [...pero] usted
me convenció inmediatamente. [...] Lo que más me impresionó de su música fue su
grandeza [...]. Sentí toda la majestuosidad de una vida más grande y abierta
que la nuestra. Más todavía: a menudo experimenté un sentimiento de unas
características muy singulares: el orgullo y el placer de comprender, de
dejarme penetrar e invadir –voluptuosidad realmente sensual– que se asemeja
mucho a la de volar por los aires o a la de balancearse en el mar [...].
En
toda su obra hay algo de arrebatado y de arrebatador, algo que aspira a
elevarse más alto, algo de excesivo y superlativo. Por ejemplo, y sirviéndome
de un símil tomado de la pintura, su música me hace imaginar que tengo ante mis
ojos una inmensa extensión de un rojo intenso y oscuro. Si este rojo es la pasión,
veo cómo se va transformando gradualmente, pasando por todos los matices del
rojo y del rosa, hasta llegar a la incandescencia de la hoguera. Se diría que
es difícil, incluso imposible, que este rojo se convierta en nada más ardiente,
y, no obstante, un último latigazo traza una estela más blanca todavía que el
blanco que le sirve de fondo. Éste será, si usted me lo concede, el grito
supremo del alma [...].»
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